PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
(Miércoles 17 de junio de 2015)
(Miércoles 17 de junio de 2015)
Queridos hermanos y
hermanas, ¡buenos días!
En el itinerario de
catequesis sobre la familia, hoy nos inspiramos directamente en el episodio
narrado por el evangelista san Lucas, que acabamos de escuchar (cf. Lc
7, 11-15). Es una escena muy conmovedora, que nos muestra la compasión de Jesús
hacia quien sufre —en este caso una viuda que perdió a su hijo único—; y nos
muestra también el poder de Jesús sobre la muerte.
La muerte es una
experiencia que toca a todas las familias, sin excepción. Forma parte de la
vida; sin embargo, cuando toca los afectos familiares, la muerte nunca nos
parece natural. Para los padres, vivir más tiempo que sus hijos es algo
especialmente desgarrador, que contradice la naturaleza elemental de las
relaciones que dan sentido a la familia misma. La pérdida de un hijo o de una hija
es como si se detuviese el tiempo: se abre un abismo que traga el pasado y
también el futuro. La muerte, que se lleva al hijo pequeño o joven, es una
bofetada a las promesas, a los dones y sacrificios de amor gozosamente
entregados a la vida que hemos traído al mundo. Muchas veces vienen a misa a
Santa Marta padres con la foto de un hijo, de una hija, niño, joven, y me
dicen: «Se marchó, se marchó». Y en la mirada se ve el dolor. La muerte afecta
y cuando es un hijo afecta profundamente. Toda la familia queda como
paralizada, enmudecida. Y algo similar sufre también el niño que queda solo,
por la pérdida de uno de los padres, o de los dos. Esa pregunta: «¿Dónde está
papá? ¿Dónde está mamá?». —«Está en el cielo». —«¿Por qué no la veo?». Esa
pregunta expresa una angustia en el corazón del niño que queda solo. El vacío
del abandono que se abre dentro de él es mucho más angustioso por el hecho de
que no tiene ni siquiera la experiencia suficiente para «dar un nombre» a lo
sucedido. «¿Cuándo regresa papá? ¿Cuándo regresa mamá?». ¿Qué se puede
responder cuando el niño sufre? Así es la muerte en la familia.
En estos casos la
muerte es como un agujero negro que se abre en la vida de las familias y al
cual no sabemos dar explicación alguna. Y a veces se llega incluso a culpar a
Dios. Cuánta gente —los comprendo— se enfada con Dios, blasfemia: «¿Por qué me
quitó el hijo, la hija? ¡Dios no está, Dios no existe! ¿Por qué hizo esto?».
Muchas veces hemos escuchado esto. Pero esa rabia es un poco lo que viene de un
corazón con un dolor grande; la pérdida de un hijo o de una hija, del papá o de
la mamá, es un gran dolor. Esto sucede continuamente en las familias. En estos
casos, he dicho, la muerte es casi como un agujero. Pero la muerte física tiene
«cómplices» que son incluso peores que ella, y que se llaman odio, envidia,
soberbia, avaricia; en definitiva, el pecado del mundo que trabaja para la
muerte y la hace aún más dolorosa e injusta. Los afectos familiares se
presentan como las víctimas predestinadas e inermes de estos poderes auxiliares
de la muerte, que acompañan la historia del hombre. Pensemos en la absurda
«normalidad» con la cual, en ciertos momentos y en ciertos lugares, los hechos
que añaden horror a la muerte son provocados por el odio y la indiferencia de otros
seres humanos. Que el Señor nos libre de acostumbrarnos a esto.
En el pueblo de
Dios, con la gracia de su compasión donada en Jesús, muchas familias demuestran
con los hechos que la muerte no tiene la última palabra: esto es un auténtico
acto de fe. Todas las veces que la familia en el luto —incluso terrible—
encuentra la fuerza de custodiar la fe y el amor que nos unen a quienes amamos,
la fe impide a la muerte, ya ahora, llevarse todo. La oscuridad de la muerte se
debe afrontar con un trabajo de amor más intenso. «Dios mío, ilumina mi
oscuridad», es la invocación de la liturgia de la tarde. En la luz de la
Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de los que el Padre le ha
confiado, nosotros podemos quitar a la muerte su «aguijón», como decía el
apóstol Pablo (1 Cor 15, 55); podemos impedir que envenene nuestra vida,
que haga vanos nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío más oscuro.
En esta fe, podemos
consolarnos unos a otros, sabiendo que el Señor venció la muerte una vez para
siempre. Nuestros seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la
nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de
Dios. El amor es más fuerte que la muerte. Por eso el camino es hacer crecer el
amor, hacerlo más sólido, y el amor nos custodiará hasta el día en que cada
lágrima será enjugada, cuando «ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni
dolor» (Ap 21, 4). Si nos dejamos sostener por esta fe, la experiencia
del luto puede generar una solidaridad de los vínculos familiares más fuerte,
una nueva apertura al dolor de las demás familias, una nueva fraternidad con
las familias que nacen y renacen en la esperanza. Nacer y renacer en la
esperanza, esto nos da la fe. Pero quisiera destacar la última frase del
Evangelio que hemos escuchado hoy (cf. Lc 7, 11-15). Después que Jesús
vuelve a dar la vida a ese joven, hijo de la mamá viuda, dice el Evangelio:
«Jesús se lo entregó a su madre». ¡Esta es nuestra esperanza! Todos nuestros
seres queridos que ya se marcharon, el Señor nos los devolverá y nos
encontraremos con ellos. Esta esperanza no defrauda. Recordemos bien este gesto
de Jesús: «Jesús se lo entregó a su madre», así hará el Señor con todos
nuestros seres queridos en la familia.
Esta fe nos protege
de la visión nihilista de la muerte, como también de las falsas consolaciones
del mundo, de tal modo que la verdad cristiana «no corra el peligro de
mezclarse con mitologías de varios tipos», cediendo a los ritos de la
superstición, antigua o moderna (cf. Benedicto xvi, Ángelus del 2
de noviembre de 2008). Hoy es necesario que los pastores y todos los cristianos
expresen de modo más concreto el sentido de la fe respecto a la experiencia
familiar del luto. No se debe negar el derecho al llanto —tenemos que llorar en
el luto—, también Jesús «se echó a llorar» y se «conmovió en su espíritu» por
el grave luto de una familia que amaba (Jn 11, 33-37). Podemos más bien
recurrir al testimonio sencillo y fuerte de tantas familias que supieron
percibir, en el durísimo paso de la muerte, también el seguro paso del Señor,
crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de resurrección de los
muertos. El trabajo del amor de Dios es más fuerte que el trabajo de la muerte.
Es de ese amor, es precisamente de ese amor, de cual debemos hacernos «cómplices»
activos, con nuestra fe. Y recordemos el gesto de Jesús: «Jesús se lo entregó a
su madre», así hará con todos nuestros seres queridos y con nosotros cuando nos
encontremos, cuando la muerte será definitivamente derrotada en nosotros. La
cruz de Jesús derrota la muerte. Jesús nos devolverá a todos la familia.
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