DIÓCESIS DE CALAHORRA Y LA CALZADA-LOGROÑO. PASTORAL DE LA SALUD
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viernes, 28 de enero de 2022
El Espejo de la Iglesia en La Rioja. 28 de enero de 2022
viernes, 14 de enero de 2022
JORNADAS DE PASTORAL DE LA SALUD / FEBRERO/ 2022
ACOMPAÑAR
EN EL SUFRIMIENTO
El tema elegido para la XXX Jornada
Mundial del Enfermo es: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es
misericordioso” (Lc 6, 36). Acompañar a quienes sufren como consecuencia de la
enfermedad es una obra de misericordia y una finalidad fundamental en la
Pastoral de la Salud.
En su Mensaje para esta trigésima
Jornada, el Papa Francisco nos recuerda “cómo no recordar, a este respecto, a
los numerosos enfermos que, durante este tiempo de pandemia, han vivido en la
soledad de una unidad de cuidados intensivos la última etapa de su existencia
atendidos, sin lugar a dudas, por agentes sanitarios generosos, pero lejos de
sus seres queridos y de las personas más importantes de su vida terrenal”. El sufrimiento
de nuestros hermanos se convierte en una urgente llamada a ser “testigos de la
caridad de Dios que derramen sobre las heridas de los enfermos el aceite de la
consolación y el vino de la esperanza, siguiendo el ejemplo de Jesús,
misericordia del Padre” y así acompañarlos en su sufrimiento.
3 de Febrero:
Presentación de la Campaña del
Enfermo 2022
- Por D. Rafael Gil Vicuña, Director del Secretariado Diocesano de
Pastoral de la Salud
Lugar : Salón de
las Oficinas Diocesanas , Logroño /
Hora: 17:30
11 de Febrero:
JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
Hospitalidad de Ntra. Sra. de Lourdes de La Rioja
(En la Parroquia San Pío X de
Logroño)
19:00 Rosario de la Luz
19:30 Eucaristía, presidida por Don Vicente Robredo
García, Administrador Diocesano
17 de Febrero:
“Misión de la Parroquia en el mundo de la enfermedad”
Por
D. Juan Pablo López Mendía, Párroco del Buen Pastor de Logroño
Lugar : Salón de
las Oficinas Diocesanas , Logroño /
Hora: 17:30
24 de Febrero:
“Aliviar y acompañar el sufrimiento del paciente y sus
familiares”
Por D. Roberto Germán
Zuriarrain, sacerdote, doctor en Filosofía y
licenciado en Teología; Máster en Derechos Humanos y Libertades Fundamentales.
Lugar : Salón de
las Oficinas Diocesanas , Logroño /
Hora: 17:30
domingo, 9 de enero de 2022
ACOMPAÑAR EN EL SUFRIMIENTO. 10 TEMAS DE FORMACIÓN DE PASTORAL DE LA SALUD
Presentación
El tema elegido para la XXX Jornada Mundial del Enfermo es:
“sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Acompañar
a quienes sufren como consecuencia de la enfermedad es una obra de misericordia
y una finalidad fundamental en la Pastoral de la Salud.
En su Mensaje para esta trigésima Jornada, el Papa Francisco
nos recuerda “cómo no recordar, a este respecto, a los numerosos enfermos que,
durante este tiempo de pandemia, han vivido en la soledad de una unidad de
cuidados intensivos la última etapa de su existencia atendidos, sin lugar a
dudas, por agentes sanitarios generosos, pero lejos de sus seres queridos y de las
personas más importantes de su vida terrenal”. El sufrimiento de nuestros
hermanos se convierte en una urgente llamada a ser “testigos de la caridad de
Dios que derramen sobre las heridas de los enfermos el aceite de la consolación
y el vino de la esperanza, siguiendo el ejemplo de Jesús, misericordia del
Padre” y así acompañarlos en su sufrimiento.
“A lo largo de estos treinta años el servicio indispensable
que realiza la pastoral de la salud se ha reconocido cada vez más. Si la peor
discriminación que padecen los pobres —y los enfermos son pobres en salud— es
la falta de atención espiritual, no podemos dejar de ofrecerles la cercanía de
Dios, su bendición, su Palabra, la celebración de los sacramentos y la
propuesta de un camino de crecimiento y maduración en la fe”.
Agradezco sinceramente a D. Luis Sánchez por la preparación
de este material que nos ayudará a descubrir nuevos modos de hacernos prójimos,
con una renovada ternura y misericordia.
José Luis Méndez Jiménez
Director del Departamento de Pastoral de la Salud de la CEE
TEMAS DE FORMACIÓN
ACOMPAÑAR EN EL SUFRIMEINTO. X Ante la muerte
X Ante la muerte
1. Texto bíblico
La resurrección de
Lázaro: Jn 11,17-45
Cuando Jesús llegó,
Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Betania distaba poco de Jerusalén:
unos quince estadios; y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María para
darles el pésame por su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús,
salió a su encuentro, mientras María se quedó en casa. Y dijo Marta a Jesús:
«Señor, si hubieras
estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que
pidas a Dios, Dios te lo concederá».
Jesús le dijo:
«Tu hermano
resucitará».
Marta respondió:
«Sé que resucitará en
la resurrección en el último día».
Jesús le dijo:
«Yo soy la
resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que
está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?».
Ella le contestó:
«Sí, Señor: yo creo
que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».
Y dicho esto, fue a
llamar a su hermana María, diciéndole en voz baja:
«El Maestro está ahí y
te llama».
Apenas lo oyó, se
levantó y salió adonde estaba él: porque Jesús no había entrado todavía en la
aldea, sino que estaba aún donde Marta lo había encontrado. Los judíos que
estaban con ella en casa consolándola, al ver que María se levantaba y salía
deprisa, la siguieron, pensando que iba al sepulcro a llorar allí. Cuando llegó
María adonde estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole:
«Señor, si hubieras
estado aquí no habría muerto mi hermano».
Jesús, viéndola llorar
a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, se conmovió en su
espíritu, se estremeció y preguntó:
«¿Dónde lo habéis
enterrado?».
Le contestaron:
«Señor, ven a verlo».
Jesús se echó a
llorar. Los judíos comentaban:
«¡Cómo lo quería!».
Pero algunos dijeron:
«Y uno que le ha
abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que este muriera?».
Jesús, conmovido de
nuevo en su interior, llegó a la tumba. Era una cavidad cubierta con una losa.
Dijo Jesús:
«Quitad la losa».
Marta, la hermana del
muerto, le dijo:
«Señor, ya huele mal
porque lleva cuatro días».
Jesús le replicó:
«¿No te he dicho que
si crees verás la gloria de Dios?».
Entonces quitaron la
losa.
Jesús, levantando los
ojos a lo alto, dijo:
«Padre, te doy gracias
porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la
gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado».
Y dicho esto, gritó
con voz potente:
«Lázaro, sal afuera».
El muerto salió, los
pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario.
Jesús les dijo:
«Desatadlo y dejadlo
andar».
Y muchos judíos que
habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.
2. Reflexión pastoral
Al final de nuestros días
A todos nos ha de tocar el momento supremo de llegar al
final de nuestros días, de enfrentarnos al miedo y la angustia ante lo
desconocido, sostenidos únicamente por nuestra esperanza y el apoyo de los que
están con nosotros.
A lo largo de nuestra propia vida hemos vivido, numerosas
veces, la experiencia de acompañar a alguien que ve cómo se aproxima su fin y
ya no puede dejar de mirar la posibilidad de la muerte. La idea de su cercanía
se hace muy presente, pero, a menudo, se tiende a no querer asumirla. No es
habitual que el moribundo entregue su alma a Dios en la serena confianza del
que deposita su vida y su espíritu en sus manos.
La cercanía de la muerte provoca angustia y sufrimiento; a
veces rebeldía ante la injusticia en la que se vive la enfermedad, o depresión
ante lo inevitable.
La muerte es la única gran certeza que todos los hombres
poseemos. Sabemos que todos, antes o después, habremos de dejar este mundo.
Comenzamos a morir cuando nacemos, porque ya desde entonces comienzan los
procesos fisiológicos del envejecimiento, que se irán acelerando y manifestando
progresivamente conforme pasan los años, para llegar, al cabo del tiempo, a la
senectud. En ese decurso temporal, pueden aparecer enfermedades y accidentes
que interrumpan la existencia humana y precipiten el último acontecimiento.
Algunas veces, la vida humana se extiende a lo largo de numerosos años; otras,
aparece relativamente pronto. En ocasiones, la muerte se va anunciando con
mucha antelación; otras, acaece súbitamente. Pero siempre sabemos que un día
llegará. La muerte es segura, la hora desconocida.
Toda nuestra vida no es sino un caminar hacia el gran
acontecimiento final con el que se pone término a nuestra vida en este mundo.
De cada uno de nosotros depende que estemos preparados, o no, para este
momento; de que hayamos, o no, vivido nuestra vida con la mirada puesta en el
instante supremo. A lo largo de nuestra existencia tenemos numerosos eventos en
los que se nos recuerda nuestra finitud, especialmente cuando nos enfrentamos
ante la muerte, las enfermedades y los accidentes graves de nuestros seres
queridos, de nuestros familiares y amigos, de nosotros mismos.
Pero es muy raro que el ser humano esté bien dispuesto para
afrontar lo que ciertamente es seguro, más bien suele acaecer demasiado pronto
para todos, sin dar tiempo a una adecuada preparación. Por eso es tan
importante que todos nos vayamos situando a lo largo de nuestra vida para,
cuando nos llegue el momento, poder aceptar serenamente el paso final.
Si, como es lo más frecuente, no nos hemos preparado
adecuadamente, difícilmente podremos asumir con paz y sosiego nuestra salida de
este mundo, apareciendo el sufrimiento en multitud de sus formas.
Fe y esperanza
La fe tiene un valor incalculable en esta preparación, en
este caminar hacia la Casa del Padre. La fe nos lleva a la esperanza por la que
aspiramos al Reino de los Cielos y a la vida eterna como suprema felicidad
nuestra, poniendo nuestra confianza en las eternas promesas de Cristo y
apoyándonos, no en nuestras fuerzas, sino en la gracia de Dios.
La labor del acompañamiento pastoral tendrá como misión
mitigar estos sufrimientos a la vez que iluminar con la esperanza cristiana
nuestro paso a la Casa del Padre. Ante la hora de la muerte, la persona recibe
numerosas ayudas por parte del personal sanitario, de su familia y de sus
amigos. Cada uno tiene su ámbito de actuación que le es propio.
El personal médico y de enfermería, así como el de
psicología clínica, tiene la misión de atender con la mejor profesionalidad y
trato humano este difícil momento, intentando aliviar mediante los diversos
tratamientos y la estancia hospitalaria o la hospitalización a domicilio, los
dolores y padecimientos físicos, a la vez que cooperan para aliviar el
sufrimiento psíquico. En las últimas etapas, la Medicina Paliativa tiene un
decisivo campo de acción. Su labor es esencial en estas circunstancias para
facilitar el desenlace en paz y serenidad.
Acompañamiento pastoral
El acompañante pastoral –sacerdotes, religiosos, personas
idóneas o agentes pastorales– tiene la gran misión de acompañar al enfermo,
desde su ámbito íntimo espiritual, al religioso, transmitiéndole el consuelo de
la fe, la ternura del amor de Dios y la esperanza de la vida eterna. Nunca se
puede quedar en la mera dimensión espiritual de la persona, porque el anhelo de
trascendencia y de vida, que subyace en todo hombre –creyente o no creyente–,
exige el anuncio explícito de la salvación que nos trae Cristo.
Son numerosos los aspectos que tiene este acompañamiento
pastoral ante la cercanía de la muerte. Únicamente veremos aquí algunos
elementos relevantes de este acompañamiento pastoral.
Revisión de la historia personal
Ante la cercanía de lo inevitable, surge la hora de la
revisión de nuestra vida y de las últimas preguntas que se nos abren ante el
miedo a lo desconocido. La perspectiva de nuestra muerte hace ineludible el
planteamiento del más allá: ¿qué ocurre después de la muerte?
La enfermedad o el accidente grave que conduce a la muerte
sitúa a la persona frente a su propia vida, releyendo los diferentes momentos y
actitudes de la misma. Se siente la necesidad de hablar de la vida pasada y el
deseo de ser reconocido en lo mejor de uno mismo. Para afrontar la muerte, en
las mejores condiciones posibles, es necesario tener una idea suficientemente
positiva de la propia existencia. Se acepta más fácilmente llegar al término de
la vida cuando se piensa que el balance ha sido positivo, cuando se tiene el
sentimiento de que se ha vivido plena e intensamente.
El final de la vida provoca el deseo de conseguir lo que se
considera como verdadero y precioso, pero este deseo puede crear una sensación
de incapacidad para alcanzarlo y, en consecuencia, puede suscitar sentimientos
de amargura, cólera y ausencia total de sentido, en un gran sufrimiento
espiritual.
Una vez aceptada la
experiencia de la muerte, se puede conseguir una cierta paz, incluso llegar a
darle un sentido, situando a la persona ante el sentido de su propia historia
personal. Se cuestiona su finalidad para intentar encontrar un sentido al
sufrimiento en un intento de comprensión de su vida, una relación entre el
principio y el final, una utilidad. Así la persona intenta encontrar una unidad
y busca identificar y ratificar las decisiones y las orientaciones
fundamentales que han guiado su vida. Es esta ratificación lo que da sentido a
la vida y seguridad ante la muerte.
Perdón y reconciliación
En estos momentos, puede aparecer un sentimiento de
culpabilidad por los errores y equivocaciones de su historia pasada, de aquello
que han olvidado hacer, lo que no han terminado, lo que han hecho mal. El
acompañante debe ayudar al enfermo a no limitar la relectura de su vida a su
lado negativo y a descubrir que somos y valemos más de lo que hacemos. También
es labor del acompañante ayudarle a volver a dar un sentido positivo a las
cosas que ha realizado y, especialmente, a lo que él es.
Así pues, el acompañamiento tiene la tarea de llevar al
perdón y a la reconciliación consigo mismo del que sufre, con todo aquello que
le atormenta de su vida pasada y que le gustaría que nunca hubiera ocurrido. A
veces, esto puede requerir un gran apoyo y compasión por nuestra parte. Nada de
lo que le hace sufrir es vano o fútil, para él tiene una gran importancia, por
lo que habremos de actuar siempre con una exquisita prudencia y consolación,
sanando el recuerdo de sus errores pasados.
Ese perdonarse a sí mismo facilitará la aceptación de su
historia personal, con sus luces y sombras, así como la posibilidad de reconciliarse
con Dios y con los demás. Para afrontar la muerte de manera tranquila y serena
es necesario perdonar y ser perdonado. El sacramento de la reconciliación llena
el corazón del que sufre con el bálsamo del perdón divino, con la tierna
misericordia de «nuestro Dios que es rico
en perdón» (Is 55,7). En la relectura de la vida, algunas personas
expresarán el deseo de vivir una confesión general, del perdón absoluto y
misericordioso de Dios que es amor. Por ello, hemos de propiciar este encuentro
que trae «la paz y la tranquilidad a la
conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual» (CEC 1468).
La búsqueda del perdón es esencial para llegar a la
reconciliación en el seno de las familias, con los seres queridos y con uno
mismo. Esto también facilitará la despedida de los que se quedan en este mundo.
Ayudar a los enfermos confrontarse a la realidad,
reconciliarse con Dios y con los otros, y despedirse –es decir, ser ellos
mismos– es uno de los desafíos continuos de los acompañantes.
Agradecimiento
El reconocimiento personal hace que el enfermo se sienta
alguien. En la medida de lo posible, hay que conducirlo hacia recuerdos
agradables y gratificantes que iluminen su existencia y que muestren todo el
valor que tiene su vida y el gran bien que ha hecho para sí mismo y para los
que le rodean, para sus seres queridos, para la sociedad.
Pero, a ser posible, hemos de ir más allá. Es misión nuestra
llevar al que sufre a reconocer todo lo bueno que ha habido en su vida,
situándolo en el agradecimiento a Dios por todo lo que le ha regalado a lo
largo de sus muchos o pocos años, por todos los dones y gracias con que el
Señor lo ha llenado, por todo el bien que ha hecho y por todo amor con que Él
ha llenado su corazón.
Apertura a la trascendencia
En muchas personas, es un momento oportuno para la apertura
a la trascendencia. Este acontecimiento vital se suele experimentar con dolor y
sufrimiento en la mayor parte de las personas. Pero, con los ojos de la fe, la
muerte no se puede reducir a una simple vida biológica que se agota, una
biografía que se concluye, sino, al contrario, se trata en realidad de un nuevo
nacimiento, de una existencia renovada ofrecida por Cristo, el Resucitado, a
todo aquél que no se ha opuesto voluntariamente al amor de Dios.
Desde la fe vemos cómo la muerte nos obliga a concluir una
etapa de nuestra vida, pero también es una puerta que se abre para llevarnos a
otro mundo, más allá del tiempo, a la vida plena y definitiva que Dios nos
quiere regalar.
Pero nuestra cultura actual se encuentra muy lejos de asumir
con lucidez la realidad de la muerte, se nos plantea a todos, y en especial
para la Iglesia, el urgente desafío de llevar la esperanza, en la serena
confianza de la vida eterna a la que el Señor nos llama.
Jesús mismo insiste en la dimensión trascendente de la vida
humana puesto que «Dios no es un Dios de
muertos sino de vivos» (Mt 22,33). El Señor de la vida está presente al
lado del enfermo como quien vive y da la vida, pues él mismo dijo: «Yo he venido para que tengan vida y la
tengan en abundancia» (Jn 10,10), «Yo
soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn
11,25) y «Yo lo resucitaré el último día»
(Jn 6,54).
Acompañamiento sacramental
El acompañamiento pastoral también debe llevar a fortalecer
esta fe mediante el alimento de la Eucaristía, «fuente y culmen de toda la vida cristiana» (SC 47) y, llegado el
momento final, en forma de Viático: «en
el tránsito de esta vida, el fiel, robustecido con el Viático del Cuerpo y
Sangre de Cristo, se ve protegido por la garantía de la resurrección, según las
palabras del Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y
yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54)» (Ritual de la Unción y de la
Pastoral de Enfermos, 26).
Recordar también el valor de la Santa Unción, don del
Espíritu Santo que produce «una gracia de
consuelo, de paz y de ánimo para vencer las dificultades propias del estado de
enfermedad grave o de la fragilidad de la vejez (…) renueva la confianza y la
fe en Dios y fortalece contra las tentaciones del maligno, especialmente
tentación de desaliento y de angustia ante la muerte» (CEC 1520).
Desde la perspectiva de la fe, la muerte no es sólo el final
de la vida material sino el comienzo de una nueva vida, sin fin. Como muy bien
dice la Liturgia de la Iglesia: «Cristo,
Señor nuestro. En él brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así,
aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura
inmortalidad. Porque la vida de tus fieles, Señor, no termina, se transforma,
y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el
cielo» (Misal Romano, Prefacio I de Difuntos).
Sin embargo, esta esperanza no evita que la muerte sea una
ruptura dolorosa, que necesita y merece ser acompañada.
3. Cuestiones para
reflexionar
- La
reconciliación del enfermo consigo mismo, con Dios y con el prójimo es un
elemento importante para prepararnos ante el supremo momento, ¿cómo
colaboramos para que el perdón y la reconciliación llenen de consuelo y de
paz el corazón de nuestro hermano que sufre ante la perspectiva de su
muerte?
- Ante
la proximidad de la muerte ¿abrimos el corazón de nuestro hermano a que
descanse confiado en la esperanza del infinito amor de Dios y de la vida
eterna a la que nos llama, o nos limitamos al puro acompañamiento humano?
- En
nuestro acompañamiento pastoral, además de nuestra compañía afectuosa,
escucha empática y palabra oportuna, ¿ayudamos a que la persona que se
aproxima a su fin terrenal sea confortada y auxiliada con la gracia divina
que nos traen los sacramentos? ¿Cómo lo hacemos?
4. Para orar
Alma de Cristo
Alma de Cristo santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
Oh, buen Jesús, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de Ti.
Del maligno enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a Ti.
Para que con tus santos te alabe.
Por los siglos de los siglos.
Amén
ACOMPAÑAR EN EL SUFRIMIENTO. IX En los cuidadores de familiares dependientes
IX En los cuidadores de familiares dependientes
1. Texto bíblico
Deberes para con los
padres. Eclesiástico 3,1-16:
Hijos, escuchad a
vuestro padre,
hacedlo así y
viviréis.
Porque el Señor honra
más al padre que a los hijos
y afirma el derecho de
la madre sobre ellos.
Quien honra a su padre
expía sus pecados,
y quien respeta a su
madre es como quien acumula tesoros.
Quien honra a su padre
se alegrará de sus hijos
y cuando rece, será
escuchado.
Quien respeta a su
padre tendrá larga vida,
y quien honra a su
madre obedece al Señor.
Quien teme al Señor
honrará a su padre
y servirá a sus padres
como si fueran sus amos.
Honra a tu padre de
palabra y obra,
para que su bendición
llegue hasta ti.
Porque la bendición
del padre asegura la casa de sus hijos,
y la maldición de la
madre arranca los cimientos.
No te gloríes en la
deshonra de tu padre,
pues su deshonra no es
para ti motivo de gloria.
Porque la gloria de un
hombre es la honra de su padre,
y una madre deshonrada
es la vergüenza de los hijos.
Hijo, cuida de tu
padre en su vejez
y durante su vida no
le causes tristeza.
Aunque pierda el
juicio, sé indulgente con él
y no lo desprecies aun
estando tú en pleno vigor.
Porque la compasión
hacia el padre no será olvidada
y te servirá para
reparar tus pecados.
En la tribulación el
Señor se acordará de ti,
como el hielo ante el
calor así se diluirán tus pecados.
Quien abandona a su
padre es un blasfemo,
y un maldito del Señor
quien irrita a su madre.
2. Reflexión pastoral
Los cuidadores familiares
Con el aumento de la esperanza de vida, las enfermedades
degenerativas adquieren un mayor protagonismo, así como las consecuencias de
los accidentes vasculares cerebrales. Las demencias adquiridas, como en la
enfermedad de Alzheimer, son cada vez más frecuentes. Por ello, va creciendo
progresivamente el número de personas, especialmente de edad avanzada, que son
cuidadas en sus domicilios por sus familiares.
Cuidar de los seres queridos en situación de dependencia
puede ser una de las experiencias más bonitas y enriquecedoras que existen,
pues llena nuestro corazón de un profundo bienestar por el hecho de cuidar,
atender y desvelarnos por otra persona a la que amamos. Es la satisfacción que
nos trae la compasión.
Pero también puede ser una experiencia dura y de sacrificio
que, en ocasiones, puede llevar al cuidador a sufrir un gran desgaste
emocional, llegando incluso al estado de agotamiento físico, mental y social, a
un momento de profundo sufrimiento. A este intenso síndrome se le conoce como
el “cuidador quemado”.
Cuando acompañamos a las personas mayores que van entrando
en la dependencia, no podemos olvidar de acompañar también a sus cuidadores.
Recordemos siempre que un principio fundamental en la atención a las personas
mayores dependientes es el de “cuidar al
cuidador”.
Para nosotros, es de especial relevancia prestar la adecuada
atención a estos cuidadores familiares de las personas mayores dependientes en
sus hogares. Forman parte del grupo de cuidadores conocidos por el término “cuidador informal” que son aquellas personas
que dedican gran parte de su tiempo y esfuerzo para conseguir que la persona
mayor dependiente pueda desenvolverse en su vida diaria, ayudándole a adaptarse
a las limitaciones que su dependencia le impone. En general, suelen ser
familiares, pero también pueden ser amigos o vecinos.
Es muy importante tener presente que el cuidador asiste y
protege a la persona cuidada por amor, con gran afecto y cariño. Es un acto
profundamente altruista y benevolente, de forma continua y permanente, que se
prolonga durante muchos años. Normalmente, cada mayor dependiente es cuidado
únicamente por uno o dos cuidadores principales. Este le ayuda a permanecer en
su entorno familiar, habitual y social, a la vez que evita o retrasa su
institucionalización, favoreciendo que permanezca en su propio hogar. También
participa en la toma de decisiones de la vida de la persona mayor dependiente,
asumiendo su representación cuando ya no puede responsabilizarse por sí mismo.
Cada cuidador familiar es único por las diferentes condiciones
que rodean el cuidado en función de: a quién se cuida, por qué se cuida, la
relación afectiva previa con la persona cuidada, la causa y el grado de
dependencia, el apoyo formal e informal recibido, las exigencias que se marque
el cuidador, etc. Los cuidados prestados a las personas mayores dependientes
por la familia constituyen la red de apoyo más importante y mejor valorada por
ellas mismas y por la sociedad.
La función del cuidador no es siempre la misma, porque los
problemas de la persona mayor dependiente a la que atiende son progresivos y
complejos. La intensidad, la complejidad y la duración de los cuidados son
factores determinantes a la hora de establecer las actividades del cuidado y en
la valoración de su repercusión en el cuidador, que tendrá que enfrentarse,
además, a la incertidumbre sobre la situación de los cuidados a largo plazo.
Ser cuidador implica responsabilizarse de todos los aspectos
de la vida del enfermo, así como tener que afrontar la sobrecarga física y
emocional que supone la dedicación continuada a su cuidado y enfrentarse a la
pérdida paulatina de su autonomía, teniendo que compaginar los cuidados con el
mantenimiento de sus relaciones en el entorno familiar, laboral y social, ocio,
etc.
El cuidador presenta tres graves riesgos que hay que atender
y prevenir:
- La
soledad. Aparece frecuentemente porque el cuidado del dependiente tiende a
aislar, al cuidador, de sus amistades y contactos sociales.
- El
síndrome del “cuidador quemado”.
De gran importancia, porque produce un gran hundimiento psíquico y físico
del cuidador, con graves consecuencias de todo orden para él y para quien
es cuidado.
- La
imagen del “sanador herido”. Ese momento en el que confrontamos
nuestra propia vida con la vida de la persona que estamos acompañando, que
nos hace reconocer nuestras propias limitaciones y vulnerabilidad.
Acompañamiento a los cuidadores familiares
Cuidar a un familiar dependiente es una de las experiencias
más dignas, esforzadas y merecedoras de reconocimiento por parte de la Iglesia y
de la sociedad. Cuando se cuida a un familiar dependiente, también se está
cuidando en él a Cristo necesitado, enfermo, anciano, dependiente, pudiendo
llegar a cumplirse de modo admirable la totalidad de las obras de misericordia
corporales y espirituales. Recordemos el Juicio según san Mateo (Mt 25, 34-40):
«Venid vosotros,
benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la
creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me
disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me
vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme.
Entonces los justos le
contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y
te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te
vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”.
Y el rey les dirá: “En
verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más
pequeños, conmigo lo hicisteis”».
Cuidar a nuestros familiares dependientes es una grave
obligación moral. La Escritura insiste en ello en numerosos pasajes. Recordemos
el cuarto mandamiento de la Ley: «Honra a
tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días en la tierra, que el
Señor, tu Dios, te va a dar» (Ex 20,12), o también «Honra a tu padre y a tu madre, como te lo ha ordenado el Señor, tu
Dios; vivirás largos años y serás feliz en la tierra que te da el Señor, tu
Dios» (Dt 5,16). Como dice el Catecismo: «Dios quiso que, después de Él, honrásemos a nuestros padres, a los que
debemos la vida y que nos han transmitido el conocimiento de Dios» (CEC
2197). En efecto: «Respetad a vuestros padres y guardad mis sábados:
yo, el Señor, vuestro Dios» (Lev 19,3).
Cuidar a los familiares ancianos, dependientes y
demenciados, trae de Dios incluso el perdón de los pecados. Es muy hermoso el
texto del Eclesiastés con el que hemos comenzado el presente tema:
«Hijo, cuida de tu
padre en su vejez
y durante su vida no
le causes tristeza.
Aunque pierda el
juicio, sé indulgente con él
y no lo desprecies aun
estando tú en pleno vigor.
Porque la compasión
hacia el padre no será olvidada
y te servirá para
reparar tus pecados.
En la tribulación el
Señor se acordará de ti,
como el hielo ante el
calor así se diluirán tus pecados.
Quien abandona a su
padre es un blasfemo,
y un maldito del Señor
quien irrita a su madre».
Aun siendo una acción digna de encomio, e incluso alcanzando
algunas veces el grado de heroicidad –por la gran carga de esfuerzo y
sacrificio que comporta–, sin embargo, no suelen recibir la ayuda y el apoyo
que en justicia merecerían.
Lamentablemente, no existe aún la cultura en nuestros
ambientes de la necesidad que tienen nuestros cuidadores informales de ser
acompañados, tanto humana como espiritualmente. Si el acompañamiento pastoral a
nuestros mayores dependientes domiciliados es, en general, bastante deficiente,
pues queda habitualmente reducido a una breve visita de algún agente pastoral
alguna vez a la semana o al mes –en caso de que se reciba tal visita, pues hay
muchos fieles cristianos que no son visitados nunca en sus domicilios, por
diferentes causas–, el acompañamiento a los que los cuidan es aún más escaso.
Los cuidadores necesitan sentirse acompañados en el
sufrimiento, angustia y agotamiento que producen el continuo cuidado de una
persona mayor dependiente. No es suficiente la genérica valoración positiva que
reciben, sino que necesitan un apoyo real y efectivo.
La soledad del cuidador se agrava por la pérdida de las
relaciones familiares, sociales y de amistades, al encontrarse continuamente
condicionado por la atención al dependiente. El acompañamiento pastoral también
tiene como objeto hacer presente al cuidador que no se encuentra solo en su
entrega y sacrificio, sino que está siendo acompañado por la Iglesia.
En este sentido, las parroquias, y otras instituciones
religiosas, tienen un gran campo de actuación por descubrir y trabajar.
Este acompañamiento debe ser realizado en primera instancia
por los agentes pastorales que realizan la visita al mayor domiciliado, no
reduciendo su interés pastoral al mayor dependiente, sino preocupándose también
por todos aquellos que lo están cuidando, pues de la salud corporal y
espiritual de los cuidadores, dependerá la salud corporal y espiritual de quien
es cuidado. Así, el acompañamiento espiritual a los mayores en sus hogares debe
abarcar siempre y también a sus cuidadores.
Del mismo modo, los sacerdotes con cura de almas deben tener
muy presente su responsabilidad pastoral tanto para con estos mayores
domiciliados como para sus cuidadores. Por otra parte, se debería facilitar el
acceso a los sacramentos, al consejo espiritual y a alguna actividad eclesial,
en los momentos en que el cuidador pueda tener disponibilidad temporal, aunque
no coincida con los horarios habituales parroquiales.
También Cáritas tiene una gran labor a desarrollar, pues en
su ámbito competencial igualmente debe incluirse la atención material a las
necesidades del cuidado y del cuidador, en cuanto estas no sean satisfechas por
las vías ordinarias familiares y públicas, pues los mayores dependientes pueden
requerir un apoyo económico relevante.
Los cuidadores también pueden requerir otra forma de
acompañamiento, de gran valor: el “respiro familiar”, que tiene por finalidad
luchar tanto contra la soledad como contra el síndrome del cuidador quemado. Se
trata de proveer un voluntariado social cuya labor fuera la de sustituir
regularmente al cuidador en su cuidado habitual, para que éste dispusiera de
algunas horas a la semana en las que pudiera relajarse y desconectar de la
presión asistencial continua en la que vive. Esta actuación caritativo-social
es de gran importancia para evitar el temible agotamiento por sobrecarga del
cuidador, de graves consecuencias tanto para el cuidador como para el mayor que
es cuidado. Voluntariado que podría ser promovido en las parroquias tanto desde
Cáritas, como desde las actividades juveniles parroquiales o desde los grupos
de pastoral de los enfermos y mayores. Este hermoso acompañamiento pastoral muestra
la solicitud de la Iglesia por la salud mental y espiritual de los familiares
que están dando su vida por sus mayores.
3. Cuestiones para
reflexionar
- En
nuestra labor pastoral, ¿somos conscientes de que los cuidadores de
familiares dependientes necesitan también nuestro acompañamiento? ¿Qué
hacemos por ellos?
- Cuando
detectamos a un “cuidador quemado” ¿le ofrecemos alguna ayuda que le
alivie en sus sufrimientos?
- ¿Qué
podemos hacer para acompañar pastoralmente a los cuidadores de familiares
en sus hogares?
4. Para orar
Cuidar al cuidador
¡Oh, Señor!,
muchos de nosotros
hemos sido cuidadores
de nuestros mayores,
de nuestros familiares,
de nuestros seres queridos.
¡Oh, Señor!,
los hemos cuidado
con gran cariño y ternura,
con amor y compasión,
con sufrimiento y dolor,
con esfuerzo y sacrificio.
¡Oh, Señor!,
pero también nosotros
hemos necesitado ser cuidados,
consolados y animados,
en nuestra lucha diaria,
en nuestro vivir sinvivir.
¡Oh, Señor!,
ayúdanos a acompañar,
a consolar al que consuela,
a fortalecer a quien sufre,
a cuidar a quien ahora cuida,
a llevar tu amor a quien da su vida por amor.
Amén.
ACOMPAÑAR EN EL SUFRIMIENTO.VIII En la edad avanzada
VIII En la edad avanzada
1. Texto bíblico
Cántico del justo:
Sal 92,2-6,13-16
Es bueno dar gracias
al Señor
y tocar para tu
nombre, oh Altísimo;
proclamar por la
mañana tu misericordia
y de noche tu
fidelidad,
con arpas de diez
cuerdas y laúdes,
sobre arpegios de cítaras.
Tus acciones, Señor,
son mi alegría,
y mi júbilo, las obras
de tus manos.
¡Qué magníficas son
tus obras, Señor,
qué profundos tus
designios!
El justo crecerá como
una palmera,
se alzará como un
cedro del Líbano:
plantado en la casa
del Señor,
crecerá en los atrios
de nuestro Dios;
en la vejez seguirá
dando fruto
y estará lozano y
frondoso,
para proclamar que el
Señor es justo,
mi Roca, en quien no
existe la maldad.
2. Reflexión pastoral
La ancianidad
Nuestra vida mortal es un camino que recorremos en este
mundo desde nuestra concepción y nacimiento, hasta concluir con el paso a la
Casa del Padre. Camino que, si no se trunca antes, puede llegar a ser muy
largo. En el andar de nuestra vida, pasamos por diversas épocas y momentos,
cada cual con sus afanes y dificultades, con sus gozos y sufrimientos. Marcado
muchas veces por la enfermedad y por el progresivo debilitamiento de nuestras
facultades, de nuestra salud.
En este caminar, se llega a la edad provecta, cuando al cabo
de los muchos años, el cuerpo, por el natural envejecimiento orgánico, va
entrando en la última etapa de la vida. La persona va tomando conciencia de que
el mundo que lo rodea, y él mismo, están cambiando ostensiblemente. Van
apareciendo las limitaciones físicas, psíquicas y sociales. Y llegará un
momento en que la persona se volverá dependiente de los demás. De uno mismo
depende adaptarse a estas circunstancias cambiantes y aceptar el momento en que
nos toca vivir.
Esta aceptación y adaptación se han de construir a lo largo
de los muchos años que preceden a la senescencia, desde la juventud, durante la
madurez. Este tiempo es el fruto de nuestra preparación anterior, tanto física
como mental y espiritual. De nosotros depende, en parte, cómo vivimos este
tiempo.
El decaimiento de nuestro cuerpo, la aparición de las
enfermedades degenerativas son lastres que nos limitan físicamente. Las
pérdidas en todos los órdenes nos anuncian que la muerte se aproxima
inexorablemente. Pero hemos de superar esa percepción negativa. La Medicina viene
en nuestra ayuda de tal modo que vivimos en un mundo en el que hemos pasado de «dar años a la vida, a dar vida a los años»
(OMS). La sociedad está dotando de numerosos recursos sanitarios, sociales y
económicos, para aumentar el bienestar de los mayores, colaborando en su
envejecimiento saludable.
La etapa final suele estar marcada por la dependencia. La
persona mayor necesita ya la ayuda de los demás para las actividades básicas de
la vida, en sus diversos grados. Aparece el confinamiento en su domicilio o en
el centro socio-sanitario. Las demencias, como la enfermedad de Alzheimer, cada
vez son más frecuentes en los ancianos dependientes.
El confinamiento domiciliario puede deberse a numerosos
factores: por la demencia o el Alzheimer, las barreras físicas que impiden la
comunicación social (pensemos en los numerosos ancianos que viven en pisos sin
ascensor…), por vivir solos, el retraimiento ante una sociedad que les es
extraña, porque sus familiares no les dejan salir de casa por precaución… Se
abre con todo ello una gran fuente de sufrimiento, tanto para el que lo padece,
como para quienes lo cuidan.
A medida que el cuerpo se debilita, el espíritu necesita
fortalecerse. Cuando la vida exterior queda cada vez más limitada, la vida
interior pide ser desarrollada. No nos podemos quedar en las capacidades que
van desapareciendo, sino en las que poseemos, y aunque el cuerpo se derrumbe,
el espíritu siempre está vivo.
Es el gran momento de la vida espiritual, de la búsqueda del
sentido de la vida personal y comunitaria, de la búsqueda de Dios. Ante las
últimas etapas de la vida y la cercanía de la muerte, se abre un período vital
que invita a adentrarse en las cuestiones más importantes de la vida: en las
últimas preguntas. La apertura a la trascendencia sana la conclusión de la
inmanencia; lo que esperamos en el otro mundo, da sentido a lo que vivimos en
este mundo. La fe da sentido a nuestra vida.
La ancianidad no ha de ser necesariamente causa de
sufrimiento, sino un período gozoso de nuestra existencia, vivido en la
compañía de nuestros seres queridos. Pero, a veces, no es así y surge la
angustia y la infelicidad.
El sufrimiento, en la última etapa vital, viene no sólo por
las enfermedades y dolencias orgánicas, sino también por el miedo a nuestro
decaimiento y degradación, a la demencia y al Alzheimer. En último término, a
la muerte: «también participó Jesús de
nuestra carne y sangre, para aniquilar mediante la muerte al señor de la
muerte, es decir, al diablo, y liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban
la vida entera como esclavos» (Hb 2,14-15).
El acompañamiento a nuestros hermanos que sufren por ser
ancianos, especialmente los dependientes, ha de trabajar, así pues, tres
momentos: la aceptación de la debilidad, la apertura a la trascendencia y el desarrollo
de la vida espiritual y su relación con Dios.
Aceptación de la debilidad
El mayor necesita reconciliarse con su situación vital;
aceptar, de buen grado, el declinar de la vida y las características propias de
la ancianidad, mirando no sólo aquello que está perdiendo o que ya no tiene,
sino desarrollando las capacidades de las que aún está dotado. La memoria irá
fallando, pero la experiencia se va acrecentando. El vigor físico irá
disminuyendo, la paciencia aumentando.
Esta aceptación es el fruto de la madurez que haya adquirido
con anterioridad para asumir esta etapa vital. Nuestra felicidad depende, en
buen grado, de nuestra preparación anterior.
La Escritura es testigo de esta madurez, de esta sabiduría
que da la experiencia de la vida: «¡Qué bien
sienta el juicio a los cabellos blancos, y a los ancianos el consejo! ¡Qué bien
sienta la sabiduría en los ancianos, y en los nobles la reflexión y el consejo!
La rica experiencia es la corona del anciano, y su gloria el temor del Señor»
(Sab 25,4-6). «De los ancianos, el saber;
de la longevidad, la inteligencia» (Job 12,12). «La gloria de los jóvenes es su vigor; el ornato de los ancianos, los
cabellos blancos» (Prov 20,29). «Hijo,
desde tu juventud ponte a aprender, y hasta encanecer hallarás sabiduría»
(Sab 6,18).
La falta de aceptación, la deficiente disposición para este
momento, es una constante fuente de sufrimiento. Si antes no ha habido
preparación, aún es el tiempo de la reconciliación y de la aceptación.
Ayudémosles con nuestra cercanía y afecto, insistiendo en todas las buenas
cualidades que poseen para que las desarrollen en bien suyo y de los que los
cuidan.
Apertura a la trascendencia
En el otoño de la vida, cuando este primer mundo entra en el
ocaso, quiere abrirse paso el horizonte de la eternidad. Muy frecuentemente, la
vida ha estado dominada por los afanes de este mundo, por los mil problemas y
contrariedades del tiempo presente, por los trabajos y fatigas con que los
hemos afrontado. Ahora se abre con un ímpetu nuevo la dimensión trascendente.
Es el momento de reconciliarse con su historia personal, de
autoperdonarse sus muchos errores y equivocaciones, de dar el justo sentido a
este mundo. De sentir el perdón infinito y misericordioso de nuestro Dios, que «es rico en piedad y leal» (Sal 86,15).
De sentirse profundamente amado por nuestro Dios que es Amor. De tomar
conciencia de la inmediatez de esa vida eterna a la que Dios nos está llamando.
El objeto de este momento no es la muerte, sino la vida; no
la muerte material, sino la vida eterna. El foco de la cuestión ha de pasar de
lo objetivo e inmanente a lo esperado y trascendente. La fe y la esperanza son
los fundamentos de la eternidad: «La fe
es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve» (Hb
11,1). Esa fe que nos atestigua «que
tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree
en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al
mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn
3,16-17).
Desarrollo de la vida espiritual y su relación con Dios
La trascendencia se tiene que trabajar mediante el
desarrollo de la vida espiritual. En el declinar de la vida, los valores
humanos cambian poderosamente. Desaparecen vanas ilusiones y proyectos. Se va
tomando conciencia de la precariedad y finitud de lo que nos rodea. La
dependencia es un poderoso recordatorio de que se está en la antesala del fin.
Es un momento propicio para intensificar nuestra vida interior. El tiempo, ese
bien que antes era tan escaso o mal empleado, es ahora muy abundante.
Nuestro propio ser nos invita a dedicarlo a estar con Dios,
a contemplarlo, a orar. Aunque la tentación de malgastarlo en vaciedades o en
no hacer nada, sigue siendo muy potente. Dios viene a nuestro encuentro para
llenar nuestro corazón de su amor. Está llamando a la puerta, está deseando que
le abramos. Es el gran momento de la persona orante, de vivir intensamente
nuestra relación con ese Dios que está siempre con nosotros.
Acompañamiento pastoral
El acompañamiento en estos momentos, debe tener como
objetivo intensificar la vida espiritual, dando relevancia a la oración
personal y a la participación en los sacramentos, así como en la Eucaristía.
La vida de oración, en sus múltiples y diversas formas, nos
religa con ese Dios bueno, tierno y compasivo, que siempre nos está acompañando
y cuidando con su amor que sobrepasa toda medida y que quiere que creamos y
confiemos en él. Es importante insistir en el desarrollo de esta vida orante
como antídoto contra la soledad y el sufrimiento de la ancianidad, como
excelente medio para aumentar nuestra débil fe y acrecentar nuestra esperanza
en la vida eterna a la que nos está llamando.
El sacramento de la reconciliación permite limpiarnos de
tantas manchas y errores que acumulamos, así como de sentir el infinito perdón
misericordioso de nuestro Dios. También ayuda a reconciliarnos con nosotros
mismos, derramando sobre nuestros corazones lastimados el dulce bálsamo de su
misericordiosa compasión.
La Santa Unción, tiene también un gran valor en la
ancianidad pues, «el hombre necesita de
una especial gracia de Dios, para que, dominado por la angustia, no desfallezca
su ánimo, y sometido a la prueba, no se debilite su fe. Por eso Cristo
fortalece a sus fieles enfermos con el sacramento de la Unción fortaleciéndolos
con una firmísima protección. Puede darse la Santa Unción a los ancianos, cuyas
fuerzas se debilitan seriamente, aun cuando no padezcan una enfermedad grave»
(Ritual de la Unción y Pastoral de los Enfermos 4.11).
Los fieles ancianos suelen tener una especial predilección
por la participación en la santa Misa, tanto presencialmente como participando
de la misma por los medios de comunicación. Debe insistirse en esta dimensión
que vincula al anciano con la comunidad eclesial y con Dios, del mismo modo que
en la recepción del Sacramento Eucarístico, alimento que nos fortalece contra
el desánimo y el sufrimiento. El acompañamiento pastoral hará bien con tener
siempre muy presente esa doble dimensión de la Eucaristía.
Para los ancianos que tienen dificultades para salir de sus
domicilios, es importante garantizar su acompañamiento pastoral, en el que se
debe abundar en las visitas domiciliarias, a ser posible semanales, sin olvidar
el contacto telefónico o los nuevos medios de comunicación personal, que se
están implantando pastoralmente en diversos lugares, con excelente resultado.
Estas visitas regulares y personales permitirán realizar un acompañamiento que
se puede extender durante muchos años, con excelente fruto tanto para el mayor
que es visitado, como para sus cuidadores y familiares, así como para el propio
agente pastoral que realiza esta hermosa misión.
3. Cuestiones para
reflexionar
- ¿Qué
dificultades encontramos para que el acompañamiento pastoral llegue a las
personas mayores que viven recluidas en su domicilio?
- En
nuestro acompañamiento pastoral ¿qué recursos ofrecemos para intensificar
la vida espiritual de nuestros ancianos y dependientes?
- ¿Qué
podemos hacer nosotros para mejorar el acompañamiento a las personas que
sufren por ser muy mayores o dependientes?
4. Para orar
¡Señor, nuestro Dios, cuida de nuestros mayores!
¡Señor, nuestro Dios!,
hay tantos mayores
que sufren la soledad,
el abandono de sus seres queridos,
el dolor de la enfermedad,
la angustia ante la muerte…
¡Señor, nuestro Dios!,
hay tantos dependientes
que viven encerrados en sus casas,
confinados en sus domicilios,
sin nadie que les visite,
sin una mano amiga que los acaricie…
¡Señor, nuestro Dios!,
hay tantos ancianos
de los que no se acuerda nadie,
que no son visitados ni acompañados,
cuyos lamentos llegan hasta ti,
cuyo dolor y amargura sólo tú conoces…
¡Señor, nuestro Dios!,
hay tantos hijos tuyos
que necesitan ser acompañados,
ser escuchados y comprendidos,
oír palabras de aliento y consuelo,
sentirse amados y queridos…
¡Señor, nuestro Dios!,
envíanos a nuestros mayores
para que les llevemos con cariño
tu mensaje eterno de amor,
la firme confianza en ti,
la esperanza que no defrauda.
¡Señor, nuestro Dios,
cuida de nuestros mayores!
Amén.