domingo, 9 de octubre de 2022

LA PASTORAL CON SANITARIOS

 

ALBERTO CARO ARENAS

De la pastoral sanitaria a la pastoral con sanitarios

Las profesiones sanitarias pueden ser, como tantos otros desempeños vocacionales, trampolín privilegiado y camino abierto hacia Dios. Enfermeros, auxiliares, médicos, psicólogos y celadores se asoman –con sus ojos y en sus manos– al misterio profundo del ser humano que sufre y ama, resiste y espera, confía y batalla. Y por eso les está concedido rozar, aunque sea un instante, el misterio mismo de Dios. Tal es la tesis fundamental de estas páginas, que podemos sintetizar del siguiente modo: la atención pastoral a los sanitarios debe ser una ayuda para que experimenten y reconozcan, en lo concreto del ejercicio de su profesión, la presencia viva del resucitado, que ya está saliendo a su encuentro a través de quienes sufren. En otras palabras: ser sanitario –en clave creyente– es al mismo tiempo transitar hacia Dios; y dejarse alcanzar por él.

Así, una pastoral con sanitarios que quiera permear todas las aristas de su trabajo tendrá que atender, aun de forma especial, a las dimensiones profética y comunitaria de la fe. Es decir, no podrá contentarse única y exclusivamente con animar al servicio y dinamizar la celebración sacramental. Sin duda, entrega y oración –diakonia y leitourgia– habrán de estar inexcusablemente presentes en estas propuestas apostólicas. Pero sin olvidar el anuncio de la esperanza en que el reino y la fraternidad –martyria y koinonia– se encuentran ya germinalmente enraizados en los centros de salud, en las residencias y en las salas del hospital.

Las páginas que siguen intentan ofrecer un marco de referencia para la reflexión y la acción pastorales con el colectivo sanitario. Nuestra propuesta estará centrada, pues, en estos profesionales no solo como agentes, sino también como receptores de la evangelización. Encontramos que en muchas ocasiones el sanitario es invitado con insistencia, de diversos modos, a convertirse en misionero; sin embargo, a la vez experimenta que él mismo necesita reconocerse igualmente discípulo. Así, hablaremos aquí de pastoral con los sanitarios, antes que de pastoral sanitaria o de los sanitarios que hacen pastoral. Esto es, de la senda que los desfigurados abren –a quienes los atienden– hacia la contemplación de aquel que es el transfigurado de Dios.

¿Todavía creen los sanitarios en Dios?

Resultaría pretencioso –y a todas luces irreal– tratar de ofrecer un mapa cerrado que describiera sin fisuras cómo son o en qué creen los sanitarios de hoy. Al igual que cualquier otro colectivo humano, también ellos constituyen un grupo heterogéneo, variado y multiforme. Algunos proceden de contextos creyentes –familiares, educativos, universitarios– en los que la vivencia de la fe ha ocupado un lugar relevante. Hay quienes han seguido cultivando activamente la dimensión religiosa recibida, a través de la participación en distintos grupos, movimientos, asociaciones o parroquias. Otros, en cambio, han experimentado un alejamiento progresivo de lo religioso que.

Para la mayoría, las motivaciones sanitarias que les mueven –o que han percibido– encuentran su fundamento en elementos altruistas y humanizadores de ayuda al otro. Un porcentaje de profesionales de la salud advierte, en el cuidado a quien sufre, una vocación que hace pie en planteamientos creyentes, más o menos explícitos o elaborados. Y no faltan tampoco quienes inician un camino de aproximación a propuestas espirituales de distinto cuño, tanto desde posiciones previas ajenas a lo religioso como desde pertenencias religiosas institucionalizadas.

Así las cosas, el informe sobre «calidad de vida, desgaste profesional y el impacto de la COVID-19 en el médico», publicado en 2020 por Medscape, arroja algunos datos cuantitativos que pueden proporcionar pistas para nuestra reflexión. En la última edición de dicho estudio anual fueron encuestados más de mil cien facultativos españoles, de treinta y dos especialidades distintas, acerca de sus estilos de vida. El 55% de ellos declaraba poseer algún tipo de creencia; concretamente, el 42% señaló convicciones religiosas, mientras que el 13% indicó tener creencias espirituales. En cambio, el 35% se definió como no creyente. Además, dentro del primer grupo, el 67% apreciaba que su religiosidad o espiritualidad le servía de ayuda a la hora de enfrentar los problemas en el trabajo.

Más allá de los datos, sí es posible constatar un ambiente bastante generalizado que convierte las cuestiones relacionadas con el sentido en un tema de conversación prácticamente tabú. Al igual que ocurre con las dimensiones más existenciales y profundas de la muerte, resulta también difícil que los sanitarios se vean envueltos –dentro de su contexto laboral– en diálogos hondos y honestos acerca de las cuestiones relativas al sentido último de lo que hacen, el motor vital que los impulsa, el lugar del que reciben la esperanza, las preguntas que les muerden, el valor que reconocen en quienes sufren, la pasión con la que alientan o los miedos que les acechan.

El tabú del sentido dificulta la apertura a lo religioso en el ámbito de la salud. La dimensión creyente desde la que algunos sanitarios quieren disponer el conjunto de su vida queda relegada –más veces de las que sería deseable– al ámbito de lo reservado, lo privado y lo discreto. Entre los mismos profesionales, la fe de quien se declara practicante crea perplejidades, asombro y hasta incomprensión: «¿pero es que tú todavía crees en eso?», o: «¿cómo puedes hablar de Dios, con lo que has estudiado y con todo lo que ves?».

El «desfigurado» es el «transfigurado»

Por ello, ante preguntas como estas hacen falta, cada vez más, propuestas pastorales maduras capaces de sostener tensiones que, a largo plazo, pueden resultar fecundas. Y hacerlo sin sucumbir a la tentación de respuestas maniqueas que resuelven tramposamente lo que es, sin duda, mucho más complejo. Así, una pastoral con sanitarios que quiera hacerse de cara al mundo y con los oídos abiertos a la interpelación debe ser, en primer lugar, copulativa y no adversativa. Es decir, habrá de ponerse en marcha mucho más desde la «y» que desde la «o». Porque se puede ser auxiliar, médico, enfermero o celador, creer en Dios y aceptar los postulados de la teoría de la evolución; o ir a misa y entender que el Señor ni va mandando enfermedades ni decidiendo a diestro y siniestro quién se salva y quién no; o rezar con devoción, sabiendo que la Biblia no sustituye al estudio pero tampoco se sonroja al lado de los últimos avances de la investigación, porque sus ámbitos propios son distintos.

Pudieran estas afirmaciones parecer simples, burdas y acaso hasta evidentes. Sin embargo, de su correcta articulación –desde la «y»– dependerá que la imagen de Dios que transmita la acción pastoral se fragüe en mayor o menor sintonía con el rostro divino que nos plantean la Escritura, el magisterio y la tradición. Un Dios que, en la encarnación, hace solidario lo divino y lo humano; en la cruz, une el sufrimiento y la promesa; en la resurrección, iguala para siempre al desfigurado y al transfigurado. Porque no es posible que Dios se haga disyuntivo con el hombre. Como tampoco es obligado que el sanitario deba poner la fe entre paréntesis si quiere vivir su trabajo con profesionalidad y con rigor.

Curar con los ojos cerrados: la mística en el mundo de la salud

Hace ya varios años, cuando estudiaba el último curso en la facultad de medicina, uno de los profesores nos preguntó algo que todavía hoy tengo grabado con emoción: «¿qué es para vosotros curar?». Recuerdo que nos daba miedo responder. Después de unos segundos de silencio, en los que iba posando serenamente su mirada en cada uno de nosotros, nos lanzó la siguiente frase: «la curación es eso que les pasa a los pacientes mientras su médico estudia».

El mes pasado, mientras pensaba qué quería transmitir en estas líneas, coincidí de nuevo con aquel profesor, ahora ya jubilado. Y fue él quien me volvió a recordar ese aforismo que tanto nos hizo pensar. Entonces, casi todos los compañeros de clase agachamos la cabeza, avergonzados, al caer en la cuenta de que habíamos aprendido mucho de medicina pero poco de lo que significa ser médicos.

Y es que en varias ocasiones he tenido la experiencia de que – parafraseando al amigo profesor – realmente «la curación es eso que les pasa a los pacientes mientras su médico renuncia a creerse Dios». Porque ya sabemos que la diferencia entre Dios y un médico… es que Dios no se cree médico[1]. Pues bien, junto a la innegable necesidad de estudio y formación, quizás los sanitarios necesitan hoy más que nunca espacios que les permitan conectar con la dimensión trascendente que atraviesa todas las realidades humanas; también las situaciones relacionadas con la salud y con la enfermedad.

Porque al lado de las divergencias religiosas y de fe existentes, estos profesionales comparten sin apenas excepción el afrontamiento de jornadas de trabajo habitualmente intensas y traspasadas por una –a menudo– secreta carga emocional. No es difícil toparse entonces dentro de uno mismo con sentimientos de impotencia, frustración, vacío, soledad e incluso rabia y sinsentido. Otras veces, en cambio, los éxitos por las batallas ganadas podrán empujar a la euforia, el triunfalismo y el orgullo del trabajo bien hecho. Esto está bien y, dentro de ciertos límites, resulta normal; hasta deseable.

Pero cuando todo transcurre únicamente de tejas para abajo existe el riesgo de vivirse zarandeado alternativamente entre el heroísmo más incuestionable y el fracaso –en apariencia– más estrepitoso. Es decir, de sentirse exhausto al subir a lo alto de la cima y caer irremediablemente, una y otra vez, hasta lo más profundo del foso. En cambio, cuando en los tejados de la ciencia y la profesión se abren claraboyas de trascendencia resulta posible salir de uno mismo y desembarazarse de las ataduras que hacen al sanitario entenderse simplonamente como héroe o como impostor. Porque entonces aparece algo así como una mística del éxito y del fracaso, que no encierra ni esclaviza, sino que libera y esponja.

Ayudar a los profesionales de la salud a mirarse como humildes instrumentos, llamados a (des)vivirse por la curación y el cuidado de los enfermos, será tarea de una pastoral que quiera abrir a los sanitarios a la dimensión trascendente de su vocación. Esto pasará irrenunciablemente por proporcionarles espacios de silencio y recogimiento en los que puedan reposar pacíficamente las distintas experiencias de lo cotidiano sobre las manos calladas de Dios. Pero también por aportar herramientas que permitan, más allá de las distintas técnicas de cuidado psicológico, hacer una lectura mística de todo aquello que la vida tiene, en vecindad, de logro y de sinsabor.

Esta mirada de ojos cerrados, aparentemente desocupada, convierte al sanitario en testigo de cuidados y curaciones que, honestamente, al final no dependen de él, aunque le requieran en muchas partes del proceso.

Seis dimensiones «bata adentro»

¿Cómo son los sanitarios creyentes de hoy?, ¿qué les caracteriza?, ¿cuáles son los elementos que comparten? Estas preguntas resultan legítimas y poseen un gran interés para pensar una pastoral honesta y aterrizada con los profesionales de la salud. Sin embargo, sería nuevamente pretencioso –y tremendamente ingenuo– tratar de proponer aquí una antropología cerrada que recogiese las características esenciales de las personas que trabajan en el ámbito sanitario. Primero, porque su enorme diversidad constituye ya una cualidad inherente en ellas; segundo, porque no suele ser siempre fácil asomarse a las cuestiones hondas que viven en su interior.

De hecho, el enfermero que ven los pacientes no se siente a menudo tan efectivo como aquellos creen; ni el médico tan seguro de sí mismo; ni el auxiliar tan comprometido; ni el psicólogo tan agudo; ni el celador tan comprensivo. Y es que lo que les pasa a los sanitarios «bata adentro» discrepa a veces de lo que perciben los enfermos, sus familias e incluso los mismos compañeros. En definitiva, les ocurre lo que a todo el mundo: que nadie acaba de saber completamente lo que el otro está viviendo por dentro.

Pues bien, es justamente ahí hacia donde debe apuntar la atención pastoral a los sanitarios. Es decir, a las cuestiones profundas que surgen en el silencio de un turno de noche. A las preguntas de fondo que emergen después de una guardia. A los interrogantes que muerden en medio del agotamiento o la desesperanza. A los deseos de hacer el bien –cada vez más y mejor– que vibran tras pasar consulta o visitar a los enfermos en la planta de un hospital.

Por eso, con todo, queremos ahora proponer algunas dinámicas de fondo que nos parecen atravesar –de un modo u otro– la experiencia existencial de los sanitarios creyentes. Esbozamos, pues, seis dimensiones que consideramos importantes para entender pastoralmente al ser humano que late bajo la bata. Son elementos que pueden servir –como balizas que orientan la navegación– para detectar, atender, suscitar y acompañar el crecimiento de enfermeros, médicos, auxiliares, psicólogos, celadores y otros sanitarios que quieren vivir su profesión en clave de fe.

Eso que llamamos «vocación»

A menudo escuchamos que las profesiones sanitarias son «vocacionales»; o que quienes se dedican al mundo de la salud necesitan tener «vocación» para hacer bien su trabajo, e incluso para no desfallecer. En este sentido, es cierto que las actividades de cuidado impactan en estratos vitales tan profundos que tienden a configurar una cierta manera común de entenderse y situarse. De hecho, cuando en un grupo coinciden médicos y enfermeros fácilmente se juntarán entre ellos y terminarán hablando rápidamente de pacientes, síntomas, guardias, aventuras o enfermedades.

Podemos decir, en grande, que la vocación es algo así como encontrar el propio lugar en el mundo; o descubrir aquello a lo que uno quiere dedicar su tiempo –más aún, su vida–. Para los cristianos esto se concreta en el deseo de responder a una llamada concreta de Dios, que te seduce, te conquista y te atrapa. Sin embargo, la vocación no es algo con lo que uno se topa; ni tampoco se experimenta siempre de igual modo. La vocación es, más bien, algo que se intuye, se cultiva, se enriquece, se duda, tiembla, palidece, crece, se engrandece… y se trabaja.

Por eso, la atención pastoral tendrá que ayudar a descubrir cuáles son las propias motivaciones vocacionales, sus matices singulares, las fuentes de las que se nutre, la tierra fértil en la que echa raíces y se hace fecunda. Tendrá también que acompañar los tambaleos que forman parte de cualquier vocación. Porque, ¿qué médico no ha fantaseado alguna vez con colgar la bata y cambiar completamente de profesión? Por último, el cuidado de la dimensión vocacional deberá fomentar que esta se convierta en estímulo, sostén, anclaje y aliento; pero sin desatender a lo que tiene de responsabilidad madura, perseverancia confiada y exigencia sana.

Una sabiduría del tiempo

La vida de los sanitarios – como la de cualquier ser humano – suele estar hecha de altibajos. Acercarse al dolor del otro tiene poco de meseta. A menudo se entrecruzan en ella el éxito y el fracaso, la duda y la certeza, la ilusión y la impotencia, el empuje y el cansancio, la satisfacción y la dureza, la alegría y la tristeza… Pues sí, porque los «tiempos de reír» y los «tiempos de llorar»[2] forman parte de toda apuesta vital que quiera acometerse con madurez y seriedad. Esto a veces muerde, genera interrogantes, cuestiona e incluso puede llegar a ser agotador. Pero, al mismo tiempo, el llanto y la risa forman una pareja de baile que danza de la mano y que resulta imposible separar.

Entonces se hace importante también ayudar al sanitario a cultivar una dimensión sapiencial en su vivencia del tiempo. Es decir, animarlo a bucear en los arrecifes de sentido que traspasan los momentos concretos de risa y de llanto; impulsarlo a que rompa los falsos techos que le llevan a transitar en la pura inmediatez de una vida «de tejas para abajo»; estimularlo a hacer pie en las rocas firmes que le permiten otear el horizonte y resistir en la esperanza.

Una buena pastoral con sanitarios debe apuntar al sentido –tal vez penúltimo– que sostiene y atraviesa tanto las épocas de gozo como las rachas de fatiga. Porque necesitamos caminar con los pies bien pegados a la tierra, sin duda; o, en otras palabras, comprometernos con lo concreto de nuestra propia historia. Pero, a la vez, nos hace falta levantar la cabeza y mirar al cielo; es decir, trascender de alguna manera lo inminente para otear aquello que nos da sentido. Desde la fe entendemos que esto no se encuentra en una idea abstracta que nos lleva a las nubes, sino en un Dios personal que, en Jesucristo, es camino, verdad y vida.

Fortalezas y debilidades

Los sanitarios no son superhéroes; tampoco necesitan serlo; no les debemos reclamar que lo sean; ni ellos mismos se lo pueden exigir. Asumir entonces esta dimensión criatural, que es inherente a todo ser humano pero que a menudo hace falta traer de nuevo a la consciencia, implica acoger los propios límites y costuras como parte del camino espiritual hacia Dios. Para ello se requiere una dosis no pequeña de deportividad. Porque observarse de manera imparcial –es decir, con todo lo que uno es y no a pesar de ello– implica sacar a la luz facetas que nos suelen avergonzar: inseguridades, complejos, miedos, humillaciones, fracturas, ambiciones, decepciones, heridas… Pero confiar juntamente en que es también con todo esto como se hace la salvación.

Los sanitarios curan y cuidan con lo que hacen, con lo que saben y con lo que son. Así, una relación se torna terapéutica cuando se convierte en un encuentro entre dos «tú» desde la verdad y la humildad (que, por cierto, casi siempre se tocan). Entonces, cada cual deberá ponerse manos a la obra en la tarea de reconocer aquello que le hace sentirse fuerte y todo eso que le lleva a zozobrar. Lo primero, para abrazar con agradecimiento lo bueno que se ha recibido, evitando hincharse en exceso; lo segundo, para situar los zarandeos dentro del plan salvífico de Dios y convertirlos en oportunidades de vivir profesionalmente arraigados en la verdad.

Con una misión: ayudar

La medicina, la psicología, la enfermería y el resto de actividades del ámbito de la salud son el modo concreto que los sanitarios han elegido para amar. Es decir, adquieren para ellos una dimensión misionera que no supone un simple aderezo en su vida de fe. Esta determinación de «ayudar a las ánimas» – en palabras de Ignacio de Loyola – es, en cambio, un elemento esencial de la apuesta del sanitario creyente, que confía de forma aterrizada en un Dios que es amor. Hoy nosotros usaríamos otros términos para decir algo parecido. En este sentido, la ayuda ha adquirido una fisonomía particular que tiene que ver con el servicio y el cuidado; y el concepto de «ánima» se comprende ahora desde categorías personalistas y existenciales que engloban a todo el ser humano y a todos los seres humanos con los que entramos en contacto.

En definitiva, queremos afirmar una vez más que ser sanitario puede convertirse en un modo de ser cristiano. A tal sincronía entre el amor y la fe debe apuntar la pastoral con los agentes de la salud.

Sin embargo, junto a esta hermenéutica de la esperanza hay que colocar una cierta hermenéutica de la sospecha, pues las profesiones de ayuda también se pueden vivir de forma desordenada (por ejemplo, con tintes masoquistas, narcisistas o incluso culposos). Así, atender la dimensión misionera consistirá en ser capaces de proporcionar herramientas para que la vocación de ayuda pueda llevarse adelante de modo maduro, ordenado, genuino, lúcido, libre, saludable y sostenible. Para ello será importante examinar cuáles son los dinamismos que movilizan las motivaciones más profundas del ayudar; discernir el mundo de necesidades, deseos, llamadas, mociones y angustias; y comprender el modo particular en el que cada uno lleva adelante dicha misión. Y esto para que la ayuda que ofrecen los sanitarios llegue a ser, para ellos y para los pacientes a quienes atienden, un acto intrínsecamente humano y humanizador. O, en palabras de Otto Kernberg, «el resultado de nuestra disposición instintiva al amor»[3].

Obstáculos y anhelos

Detrás de todo lo que vamos reflexionando hay personas. Sí, personas que batallan y desean, resisten y creen, luchan y esperan. Muchos de los obstáculos y anhelos con los que lidian los sanitarios tienen que ver con la dimensión relacional que es inherente a su profesión. Habrá que tomarlos en consideración, por tanto, y prestarles la debida atención.

Entre las dificultades que pueden aparecer hay algunas que son bastante comunes. Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos decir que destacan las relativas a la gestión de los deseos de los pacientes; la atención adecuada a sus familias; los descontentos y malestares que, a veces, una y otra generan; los juicios recibidos; las tensiones e incoherencias; la tirantez con ciertos compañeros; el activismo que arrastra y desazona; el manejo de la incertidumbre y lo incontrolable; el descuido de la vida interior; el miedo a la muerte; la sensación de vivir continuamente al borde del colapso; la incomprensión hacia los propios valores y creencias.

Sin ocultar estos aprietos, existen también múltiples oportunidades que abren un camino pastoral de encuentro con el Dios transfigurado a través de los mil y un rostros del dolor. En primer lugar, porque la fragilidad de los desfigurados enciende el deseo de sanar las heridas del mundo y abre un espacio privilegiado para la comunión de vida con Cristo el Señor. En segundo lugar, porque asomarse a algunos de los momentos de más dramática hondura que atraviesa el ser humano pone en evidencia que nuestro corazón está hecho para dejarse abrazar en la presencia de Dios, de modo que no se serenará hasta que sea capaz de descansar en él[4].

La dimensión trinitaria

Las cinco dimensiones anteriores –vocacional, sapiencial, criatural, misionera y relacional– perforan la vida de los sanitarios y encuentran tanto cobijo como apertura en otra categoría, que les proporciona asimismo sentido y unidad. Es la dimensión trinitaria, que va más allá de los elementos meramente religiosos o espirituales y que desborda los análisis raquíticamente psicológicos, antropológicos, sociológicos o culturales.

Muchos sanitarios perciben con cierta urgencia la necesidad de experimentar el sentido, el aliento, la presencia, el consuelo, la cercanía, la palabra y la paz que vienen de Dios. Es decir, de vivir al mismo tiempo con los ojos puestos en los pacientes –faciem infirmum– y con el rostro vuelto hacia Dios –coram Deo–. Un Dios al que confesamos como Padre, pues sostiene amorosa y misteriosamente toda su creación; Hijo, que nos enseña el camino para permanecer en la entrega confiada de la vida hasta las últimas consecuencias; y Espíritu Santo, soplo que alienta sin desfallecer esta comunión divina y desbordante de amor que cada día actualizan infinidad de médicos, enfermeros, psicólogos, auxiliares, celadores y muchos otros agentes de la salud.

  1. En el interesante libro Ante todo no hagas daño (2016), que tiene mucho de confesión personal al final de su vida profesional, el neurocirujano británico Henry Marsh se plantea con rebosante ironía cuál es la diferencia que existe entre Dios y un médico. Su respuesta es esta que apuntamos y que da mucho que pensar: «que Dios no se cree médico». 

  2. «Todo tiene su tiempo y sazón, todas las tareas bajo el sol: tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de plantar, tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar y tiempo de sanar; tiempo de destruir y tiempo de construir; tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de hacer duelo y tiempo de bailar; tiempo de arrojar piedras y tiempo de recogerlas; tiempo de abrazar y tiempo de desprenderse; tiempo de buscar y tiempo de perder; tiempo de guardar y tiempo de desechar; tiempo de rasgar y tiempo de coser; tiempo de callar y tiempo de hablar; tiempo de amar y tiempo de odiar; tiempo de guerra y tiempo de paz» (Ecl 3, 1-8). 

  3. Kernberg, O. (1991). «La patología narcisista hoy», en Cuadernos de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente. Barcelona: Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente (SEPYPNA). 

  4. «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti» (Agustín de Hipona, Confesiones I, 1, 1). 

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