1. Texto bíblico
Somos consolados para
consolar: 2 Cor 1,3-7
«¡Bendito
sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y
Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta
el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el
consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios! Porque lo mismo que
abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, abunda también nuestro consuelo
gracias a Cristo. De hecho, si pasamos tribulaciones, es para vuestro consuelo
y salvación; si somos consolados, es para vuestro consuelo, que os da la
capacidad de aguantar los mismos sufrimientos que padecemos nosotros. Nuestra
esperanza respecto de vosotros es firme, pues sabemos que si compartís los
sufrimientos, también compartiréis el consuelo».
2. Reflexión pastoral
Consolad, consolad a mi pueblo
En la Sagrada
Escritura resuena, con toda su fuerza, la llamada de Dios a consolar a los que
sufren. El Libro de la Consolación, del profeta Isaías, se abre con ese deseo –y
mandato divino– de que nosotros participemos en el ministerio de la
consolación: «Consolad, consolad a mi
pueblo –dice vuestro Dios–; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle» (Is 40,1-2).
La palabra
“consolar” en hebreo significa, en sentido causal, “hacer respirar”, hacer
recuperar el aliento en una situación de dolor, de miedo; consolar es ayudar a
una persona deprimida, maltratada, rota hasta el punto de no ser capaz de
recuperar el aliento, a respirar nuevamente. La etimología hebrea resalta ese
aspecto físico-psicológico de la consolación: volver a respirar, sentir alivio.
Se aplica a la vivencia subjetiva, mental, del sufrimiento, pero incorporando
claramente sus connotaciones corporales; es bien sabido que, en la mentalidad
hebrea, el cuerpo y la mente-espíritu son inseparables, forman una unidad.
Su traducción
al griego (parakaleo, paraklesis),
insiste en la acepción de alentar, exhortar, sostener, confortar a los que
sufren. La animación y la exhortación nos hacen sentir, efectivamente, la
solidaridad, nos ayudan a vencer la soledad, nos confortan, nos consuelan.
Nuestra palabra
“consolar” viene del latín consolari
formado por el prefijo con- “unión,
cooperación” y el verbo solari,
“aliviar, calmar, apaciguar”. Significa, por ello, “estar unidos en el alivio”:
aliviar, confortar, reconfortar, desahogar, animar, alentar, calmar,
tranquilizar, serenar.
Consolar es,
precisamente, una de las acciones que mejor puede definir el acompañamiento
pastoral de quien sufre un trastorno mental, así como de sus familiares y
cuidadores, de sus seres queridos, que con tanta abnegación lo están cuidando.
Consuelo de Dios
El cristiano,
unido a Cristo, es consolado justamente en el momento más duro de su
sufrimiento, como tan bien lo expresa san Pablo: «¡Bendito sea el Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo
consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de
poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo
con que nosotros mismos somos consolados por Dios! Porque lo mismo que abundan
en nosotros los sufrimientos de Cristo, abunda también nuestro consuelo gracias
a Cristo» (2 Cor 1,3-5).
Esta
consolación no se recibe pasivamente; es simultáneamente alivio, animación,
exhortación. La única fuente de la consolación es Dios (2 Cor 1,3.4). Él es el
único que verdaderamente puede aliviar, animar y serenar nuestro débil ser,
nuestro cuerpo dolorido, nuestra mente hundida en el sufrimiento; el único que
puede reanimar, dar esperanza y construir un nuevo modo de vivir a quien pasa
por la noche oscura de las alteraciones mentales.
Sentir el consuelo
Este consuelo
lo recibimos por medio de Cristo (2 Cor 1,5), que sufre con cada hermano
nuestro que sufre, y que quiere que participemos con Él en esta hermosa misión.
Nosotros mismos también necesitamos ser consolados y fortalecidos en medio de nuestro
estrés laboral, de nuestra tensión diaria, de nuestra ansiedad habitual, de
nuestras depresiones reactivas, de nuestros agobios y angustias: de nuestros
sufrimientos.
Nadie puede
decir, verdaderamente, que disfruta del “mayor estado de bienestar mental”
–como bien quiere expresar la definición de la Organización Mundial de la Salud–
pues nuestra salud mental siempre anda muy amenazada por los mil problemas de
la vida, y por los condicionamientos de nuestro propio cuerpo y mente.
Por eso
mismo, nosotros, que también participamos del sufrimiento mental –en algún
grado, nadie está exento del mismo– experimentamos cómo nuestro buen Dios
infunde en nuestras almas, en nuestro espíritu, el suave bálsamo del Espíritu
Consolador, confortándonos en las ansiedades de nuestra vida, en aquellas en
las que a cada uno le toca vivir.
Compartir el consuelo
Sentir, en lo
más profundo de nuestro ser, ese consuelo que sólo de Dios procede, de ese «Dios
que consuela a los afligidos» (2 Cor 7,6) –el único que
verdaderamente puede curar nuestro espíritu dolorido–, es el primer paso para
que también nosotros podamos llevar ese mismo consuelo a cuantos pasan por el
valle del sufrimiento, de la angustia que comporta el trastorno mental: «¡Bendito
sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y
Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra
hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha,
mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios»
(2 Cor 1,3-4).
Consuelo y paciencia
La paciencia –que
tan necesaria es siempre en toda acción pastoral– nos sostiene y nos da
perseverancia en nuestro acompañamiento a quien está necesitando de una mano
consoladora que lo reanime y sostenga. De nosotros, que, aunque nos veamos
pobres y débiles –y, a veces con algunos de esos sufrimientos– somos, en virtud
de la fe, fuertes en Cristo. De ahí que san Pablo nos exhorte y nos estimule
vivamente:
«Nosotros,
los fuertes, debemos sobrellevar las flaquezas de los endebles y no buscar la
satisfacción propia. Que cada uno de nosotros busque agradar al prójimo en lo
bueno y para edificación suya… a fin de que a través de nuestra paciencia y del
consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza. Que el Dios de la
paciencia y del consuelo os conceda tener entre vosotros los mismos sentimientos,
según Cristo Jesús; de este modo, unánimes, a una voz, glorificaréis al Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo. Por eso, acogeos mutuamente, como Cristo os
acogió para gloria de Dios» (Rom 15,1-2.4-7).
La paciencia
nos ayuda a esperar, a confiar, y a poder ser sembradores de paz y de alegría, de
serenidad en los momentos difíciles, de transmitir esa fortaleza de ánimo, que
recibimos de Dios, a quienes nos rodean, a quienes más la necesitan. «Como
elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad,
humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente»
(Col 3,12-13).
Siempre
debemos pedir al Señor que nos revista de ese don, pues toda paciencia es poca
cuando acompañamos a un enfermo depresivo, ansioso, obsesivo o con trastorno de
la personalidad, a quien padece un trastorno mental. Y también debemos pedirla
para sus seres queridos, que, a veces, sufren más que el propio paciente y que
se les agota en sus fuerzas humanas.
Tratamiento médico y psicológico
En nuestra
misión de acompañamiento pastoral, no hemos de perder de vista la necesidad,
que tiene para el enfermo, de seguir el pertinente tratamiento. En efecto, a
diferencia de las enfermedades orgánicas en que, generalmente, los enfermos son
conscientes de la importancia de seguir el tratamiento facultativo, en algunos
de estos trastornos mentales, el enfermo no es consciente de su padecimiento o
es reacio a ser tratado.
Por ello,
hemos de tener bien presente la importancia de insistir –ante el enfermo y sus
familiares– en que, siguiendo el tratamiento prescrito por los médicos y con la
adecuada terapéutica psicológica, la mayoría de estos trastornos pueden mejorar
o incluso desaparecer. Aunque algunas enfermedades mentales son crónicas, y de
tratamiento largo e incierto, y de difícil adherencia, todas pueden mejorar
clínicamente si se sigue fielmente lo prescrito por los profesionales sanitarios.
Recordemos la enseñanza del libro del Eclesiastés:
«Honra
al médico por los servicios que presta, que también a él lo creó el Señor. Del
Altísimo viene la curación. El Señor hace que la tierra produzca remedios, y el
hombre prudente no los desprecia. Con sus medios el médico cura y elimina el
sufrimiento, con ellos el farmacéutico prepara sus mezclas. Y así nunca se
acaban las obras del Señor, de él procede el bienestar sobre toda la tierra.
Hijo, en tu enfermedad, no te desanimes, sino ruega al Señor, que él te curará.
Aparta tus faltas, corrige tus acciones y purifica tu corazón de todo pecado.
Luego recurre al médico, pues también a él lo creó el Señor; que no se aparte de
tu lado, pues lo necesitas: hay ocasiones en que la curación está en sus manos.
También ellos rezan al Señor, para que les conceda poder aliviar el dolor, curar
la enfermedad y salvar tu vida» (Ecle 38,1-2.4.7-10.12-14).
Consuelo y esperanza
El
sufrimiento de nuestros hermanos se convierte en una urgente llamada a convertirnos
en testigos del amor de Dios para que derramemos, sobre sus heridas, el aceite
de la consolación y el vino de la esperanza, siguiendo el ejemplo de Jesús,
misericordioso y compasivo, y así acompañarlos en su sufrimiento.
Pero detrás del
dolor, siempre se abre la puerta de la esperanza. Esperanza que sobrepasa este
mundo y nos lleva a las mismas puertas de la eternidad. Efectivamente, algunos
de estos trastornos harán sufrir al enfermo durante toda su vida mortal, con
sus crisis y períodos variables de clínica, pero sin expectativa real de
curación. No nos podemos detener ante la ausencia de posibilidad de curación o
su dificultad, sino que siempre hemos de contribuir en su cuidado,
especialmente, en el espiritual y pastoral, en su descanso en Dios que siempre
está con ellos.
Cuando las
posibilidades de curación devienen sombrías, cuando las dificultades y
sufrimientos presentes nos agobian, brilla con toda su fuerza la virtud de la
esperanza: la certeza de la vida eterna a la que Dios nos está llamando. Como
muy bien nos recuerda san Pablo: «Pues considero que los sufrimientos
de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará»
(Rom 8,18).
En nuestro
acompañamiento pastoral, estamos llamados a dar sentido a este sufrimiento, llevando
al pobre enfermo a contemplar sus padecimientos desde otra perspectiva, no
desde este mundo inmanente en el que nos toca vivir, sino desde la visión
trascendente que nos permite vislumbrar el amor eterno de Dios, que ama a todos
los hombres, pero, especialmente, a los enfermos, a los necesitados, a los que
más sufren.
Aceptación positiva
Puede llegar
a ser muy difícil aceptar la enfermedad mental –y, más aún, cuando puede ser
tan incapacitante e invalidante–, pero de ello depende, en gran parte, el
bienestar del paciente: mejorar su salud mental. Aceptación que no resignación:
siempre desde la construcción positiva desde las numerosas capacidades
residuales que deja el padecimiento; nunca desde la derrota negativa del que se
derrumba ante la adversidad y deja de luchar por vivir a pesar de su trastorno.
Infundir la positividad y rehuir la negatividad, es también misión del agente
pastoral.
Consuelo y compasión
Oigamos,
pues, el clamor que se eleva a Dios en el sufrimiento mental, dejemos que el
corazón herido llore sus desgracias, acojámoslo en la auténtica compasión
compartiendo sus amargos sentimientos, y acompañémoslo con nuestra fe y
esperanza.
Si el mismo
Job elevó su grito desconsolado ante Dios y lloró amargamente todas sus
desdichas: «¿Por qué se da luz a un desgraciado
y vida a los que viven amargados, que ansían la muerte que no llega y la buscan
más escondida que un tesoro? Por alimento tengo mis sollozos, los gemidos se me
escapan como agua. Me sucede lo que más me temía, lo que más me aterraba me
acontece. Carezco de paz y de sosiego, intranquilo por temor a un sobresalto»
(Job 3,20-21.24-26); si el salmista proclama: «Tenía fe, aun cuando dije: “¡Qué desgraciado soy!”» (Sal 116,10):
escuchemos también el lamento de nuestro hermano que sufre y unámonos con él en
la oración, pidiendo la ayuda del Espíritu Consolador para que venga en su
ayuda y derrame en su corazón lastimado el consuelo que sólo de Dios procede.
3. Cuestiones para reflexionar
1.
1.
Dios nos consuela en nuestros sufrimientos
mentales hasta el punto de poder consolar a cualquier enfermo en sus
padecimientos mentales, ¿estamos dispuestos a llevar ese consuelo de Dios a
quien lo necesita aún más que nosotros, porque vive sumido en la amargura y el
desconsuelo de sus padecimientos mentales?
2.
La paciencia es una virtud fundamental en la
acción pastoral, que se pone a prueba cuando acompañamos a un enfermo mental, ¿estamos
dispuestos a sufrir nosotros mismos con paciencia y perseverancia, cuando
llevamos el consuelo y la esperanza de Cristo a quien pasa por el valle oscuro
del trastorno mental?
3.
La esperanza no defrauda porque está fundada en
el amor de Dios, ¿infundimos esa esperanza eterna, que nos ha prometido nuestro
Señor Jesucristo, en todo hermano nuestro que sufre en su cuerpo y en su mente,
y le animamos a descansar de sus sufrimientos en Cristo, o nos quedamos en
meras palabras humanas que no traen la salvación?
4.
En nuestro acompañamiento pastoral, a nuestro
hermano que padece un trastorno mental, ¿le ayudamos a dar el salto de la fe,
desde el sufrimiento que padece hoy, a la esperanza de esa felicidad eterna a
la que Dios continuamente nos está llamando, aun en medio de nuestros
sufrimientos y penalidades?
5. A nuestros hermanos que sufren y a quien también
sufren por cuidarlos con amor y paciencia, ¿les abrimos a la visión
trascendente de nuestra vida, o nos quedamos en la cortedad de nuestro mundo
inmanente, que nunca podrá dar una verdadera respuesta al problema del sufrimiento
humano?
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