viernes, 31 de enero de 2020

II. ÉTICA DEL CUIDADO DE LOS ENFERMOS: DIGNIDAD, SALUD, ENFERMEDAD

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  1. ¿Cuál es el fundamento ético de las profesiones sanitarias?

Hablar de dignidad es el modo de expresar el valor único e insustituible de cada persona. Es el motivo profundo por el que la medicina se preocupa por los enfermos. En el encuentro interpersonal se descubre el valor irrepetible de cada persona, su inherente e inalienable dignidad. Esto también ocurre en la relación del enfermo con el médico y con cada una de las personas que componen el equipo sanitario. Este encuentro interpersonal constituye el fundamento de la ética de las profesiones sanitarias. Una vez que el enfermo y el médico establecen la relación, lo que se exige a este último es el respeto del paciente, el reconocimiento de su dignidad y la ayuda en una relación de confianza para luchar contra la enfermedad: un proceso de objetivación en el contexto del encuentro entre dos personas que buscan un bien que comparten, que consiste en recuperar la salud del enfermo.

  1. ¿Qué se entiende por salud y enfermedad?

Un enfermo, en el sentido etimológico de la expresión, es alguien que no puede valerse plenamente por sí mismo (no puede mantenerse firme, es in-firmus) en mayor o menor medida, es decir, que tiene dificultades para poder desarrollar su vida diaria por las limitaciones de la enfermedad, desde una leve molestia que impide pocas cosas hasta yacer postrado en cama de modo dependiente. La atención sanitaria persigue recuperar la salud. Para lograrlo, la medicina intenta conocer las causas del enfermar para poner el remedio oportuno, y su objetivo es que la persona enferma, tras recibir tratamiento, pueda desarrollar de nuevo su actividad normal o, al menos, con menos limitaciones, que antes de ser tratado.

La salud no implica siempre la integridad física, aunque el estudio de las patologías supone que en la enfermedad hay una lesión orgánica. Pese a que esta idea ha proporcionado la clave de muchas enfermedades, ha producido cierta confusión. Así, se tiende a pensar que el objetivo de la medicina es curar, cuando la práctica diaria nos muestra que hay ocasiones en que esto no se da: un analgésico puede permitir la vida normal sin propiamente curar. También se tiende a fijar la atención en los problemas orgánicos, que son exhaustivamente examinados y correctamente solucionados, a veces comprometiendo el trato humano adecuado y digno.

La salud tampoco implica un perfecto bienestar y, aunque es necesario un cierto nivel en este aspecto para poder vivir, se puede desarrollar la actividad diaria con alguna molestia. Es la condición humana. La medicina debe buscar el bienestar adecuado para poder desarrollar las actividades diarias, sin pretender la utopía de su perfección y plenitud. Esto queda más claro si se tiene en cuenta que existen malestares que son propios de la condición humana, como la tristeza ante la muerte de un ser querido o el cansancio con el ejercicio físico; así mismo, hay estados de bienestar que nadie consideraría saludables, como el estado tras la administración de una dosis de droga.

  1. El dolor y la muerte ¿forman parte de la vida humana o, por el contrario, son obstáculos para ella?

El dolor y la muerte forman parte de la vida humana desde que nacemos hasta que morimos: causamos dolor a los que nos quieren y sufrimos por el propio proceso que conduce a la muerte. Así lo acreditan la experiencia personal de cada uno de nosotros y la literatura universal, en la que esta experiencia es no solo motivo de inspiración, sino objeto de reflexión constante.

A lo largo de toda la existencia, el dolor físico y el sufrimiento moral están presentes de forma habitual en todas las biografías humanas: nadie es ajeno al dolor y al sufrimiento. El dolor producido por accidentes físicos —pequeños o grandes— es compañero del ser humano en toda su vida; el sufrimiento moral (producto de la incomprensión ajena, la frustración de nuestros deseos, la sensación de impotencia, el trato injusto, etc.) nos acompaña desde la más tierna infancia hasta los umbrales de la muerte.

La muerte es la culminación prevista de la vida terrenal, aunque incierta respecto a cuándo y cómo ha de producirse. Forma parte de nuestra biografía, porque nos afecta la de quienes nos rodean y porque la actitud que adoptamos ante el hecho de que hemos de morir determina en parte cómo vivimos.

El dolor y la muerte son dimensiones o fases de la existencia humana. Obstáculo para la vida es la actitud de quien se niega a admitir la presencia de estos hechos constitutivos de toda vida, intentando huir de ellos como si fuesen totalmente evitables, hasta el punto de convertir tal huida en valor supremo. Esta es la negación de la propia realidad, que puede llegar a ser causa de deshumanización y de frustración vital.

  1. ¿Debería, entonces, toda persona renunciar a huir del dolor en general, y del dolor de la agonía en particular?

El ser humano ha sido creado para vivir y ser feliz y, por tanto, siente rechazo ante el dolor y el sufrimiento. Y, por ello, este rechazo es justo y no censurable. Sin embargo, convertir la evitación de lo doloroso en el valor supremo y último que haya de inspirar toda conducta, a toda costa y a cualquier precio, es una actitud que acaba volviéndose contra los que la mantienen, porque supone negar de raíz una parte de la realidad humana.

Solo es posible afrontar la aparición del sufrimiento en las distintas etapas de la vida si se es capaz de encontrarle algún sentido, cuando lo asumo por algo o por alguien, porque el sufrimiento nunca es un fin en sí mismo.

Como afirmaba el Papa Benedicto XVI en su encíclica sobre la esperanza Spe salvi: «Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas. Todos estos son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existencia cristiana y de toda vida realmente humana. Debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra limitación, y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal, de la culpa, que —lo vemos— es una fuente continua de sufrimiento» (n. 36).

Estas ideas son especialmente patentes en el caso de la agonía, de los dolores que, eventualmente, pueden preceder a la muerte y que deben ser convenientemente abordados. Pero convertir la ausencia de dolor en el criterio exclusivo, sin atender a otras dimensiones, para reconocer un pretendido carácter digno de la muerte puede llevar a legitimar la supresión de la vida humana —bajo el nombre de eutanasia—.

Aliviar el sufrimiento, el dolor, la angustia y la soledad en la situación terminal de enfermedad, con la cooperación del propio enfermo, su familia y su entorno, es un deber ético de primer orden.

  1. ¿Es importante buscar sentido a la vida y también a las situaciones de dolor y sufrimiento?

Limitaciones y problemas de todo tipo se dan siempre en la vida. Lo que varía es el modo en que las personas los asumen. Esa diversidad tiene que ver con el planteamiento acerca del para qué de la vida, el sentido que se le atribuye, muchas veces de modo no plenamente consciente. El sufrimiento suele tener más relación con el sentido de la vida que con la intensidad de los problemas de salud (dolor, discapacidad, síntomas molestos, etc.). En el contexto de vivir únicamente para disfrutar, las limitaciones son vistas como lo más negativo e indeseable, contrario a la dignidad humana. Sin embargo, en visiones más reflexivas sobre la propia vida, es muy distinto. Esta otra visión viene marcada por la pregunta sobre «para qué estoy yo aquí», o mejor, «para quién estoy yo aquí». Como resultado, cada ser humano descubre de algún modo a qué está llamado en su vida (con todas las posibles variaciones y situaciones psicológicas que acompañen ese descubrimiento). Como afirma el Papa Francisco: «Quiero recordar cuál es la gran pregunta: Muchas veces, en la vida, perdemos tiempo preguntándonos: “Pero, ¿quién soy yo?”. Y tú puedes preguntarte quién eres y pasar toda una vida buscando quién eres. Pero pregúntate: “¿Para quién soy yo?”. Eres para Dios, sin duda. Pero Él quiso que seas también para los demás, y puso en ti muchas cualidades, inclinaciones, dones y carismas que no son para ti, sino para otros» (Christus vivit, 286). Si se acepta este sentido de una vida para los demás, se afrontan con esperanza las molestias y sufrimientos que pueda comportar la propia existencia.

  1. ¿La enfermedad puede ser ocasión de plantearse el sentido de la vida?

La enfermedad fuerza un parón en la actividad cotidiana y obliga a reflexionar sobre la propia vida, a resituarse ante esta nueva situación y a replantearse objetivos. Al atender a los enfermos, es fundamental tener en cuenta esta faceta que acompaña al enfermar: es un momento de crisis interior. El enfermo frecuentemente se plantea preguntas de fondo acerca de su vida y precisa ser sostenido y acompañado —fundamentalmente por sus familiares y seres queridos— para que aflore el sentido profundo de lo que está viviendo y crezca como persona que se enfrenta a una nueva situación de enfermedad. Se debe tener en cuenta que, en el caso de enfermedades serias, no aparecen fácilmente respuestas de sentido. El acompañamiento espiritual y el sentido trascendente de la vida ayudan a que el enfermo encuentre referencias fundamentales para abordar la enfermedad y la discapacidad. San Pablo refería la situación de vida y de muerte a un fundamento mucho más profundo en el que aparece su sentido: «Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que ya vivamos ya muramos, somos del Señor» (Rom 14, 8).

  1. ¿Es natural el miedo a morir y al modo de morir?

Es natural tener miedo a morir, pues el ser humano está orientado naturalmente a la felicidad, y la muerte se presenta como una ruptura traumática. La explicación bíblica de la muerte como elemento ajeno a la naturaleza primigenia del ser humano encaja perfectamente con la psicología personal y colectiva que acredita una resistencia instintiva ante la muerte. Jesús mismo, en Getsemaní, experimentó el miedo y angustia ante la inminencia de su pasión y muerte: «Empezó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: “Mi alma está triste hasta la muerte, quedaos aquí y velad conmigo”» (Mt 26, 37-38). Desde luego, es natural sentir miedo a una muerte dolorosa, como también lo es tener miedo a una vida sumida en el dolor. El miedo a un modo de morir doloroso y dramático puede llegar a ser tan intenso que puede conducir a desear la muerte como medio para evitar tan penosa situación. Pero la experiencia demuestra que, cuando un enfermo que sufre pide la muerte, en el fondo está pidiendo que le alivien los padecimientos, tanto los físicos como los morales, que a veces superan a aquellos, como la soledad, la incomprensión, la falta de afecto y consuelo en el trance supremo. Cuando el enfermo recibe alivio físico, compañía, afecto y consuelo psicológico y moral, la cercanía e implicación de su propia familia y de sus seres queridos y entorno social, así como la adecuada atención médica y sociosanitaria, la experiencia muestra que deja de solicitar que pongan fin a su vida.

  1. Como algunos creen ¿no serían más indignos una muerte dolorosa o un cuerpo muy degradado que una muerte rápida, producida cuando cada uno lo dispusiera?

En su naturaleza última, el dolor y la muerte encierran el misterio del ser humano, como también el misterio de la libertad y del amor, que son realidades vivas e íntimas, aunque intangibles, y que no encuentran explicación suficiente en la física o la química. El dolor y la muerte no son criterios adecuados para medir la dignidad humana, pues esta es propia de todo ser humano sencillamente por el hecho de serlo.

Llegado el momento supremo de la muerte, podemos ayudar a que el protagonista de este trance lo afronte en las condiciones más adecuadas posibles, tanto desde el punto de vista del dolor físico como también del sufrimiento moral. El afecto y la solicitud de la propia familia, el consuelo moral, la compañía, el calor humano y el auxilio espiritual son elementos fundamentales. La dignidad de la muerte radica en el modo de afrontarla. Por eso, en realidad, no sería apropiado hablar de «muerte digna», sino más bien de personas que afrontan la muerte con dignidad.

  1. ¿En la actitud que se adopte ante el dolor y muerte, hay, por tanto, una cuestión antropológica de base?

La posición que se adopta ante el dolor y la muerte depende de la concepción o idea que se tenga del ser humano, de las relaciones humanas y de la vida y de qué modo entre en juego la propia libertad. Cuando se pierde el sentido trascendente de la vida, es más difícil reconocer su sacralidad y dignidad. Sin este sentido de trascendencia, el ser humano tiene mayor dificultad para afrontar el sufrimiento y el dolor y encontrar sentido a las situaciones difíciles de la vida. En esta situación, el ser humano se siente incapaz de encontrar motivos para continuar viviendo cuando la vida no es fácil, gratificante, productiva.

Tampoco podemos olvidar la dimensión social de la propia vida. El ser humano está constitutivamente abierto a la comunión y a vivir en comunidad. La vida humana no solo es un bien personal, sino también un bien social, un bien para los demás, de tal forma que atentar contra la vida afecta también a la justicia debida a los demás. El imperativo ético «no matarás» tutela la verdad inscrita en la condición humana de todos los tiempos: ser fiel al carácter de alteridad del ser humano en el que la propia vida no podría mantenerse si no estuviese abierta a la trascendencia y al otro, es decir, a la realización de la comunión interpersonal inscrita en el corazón humano.

  1. ¿Cuáles son las necesidades que presentan los enfermos en situación terminal?

Son necesidades físicas, psíquicas, espirituales, familiares y sociales.

Las necesidades físicas derivan de las limitaciones corporales y principalmente del dolor.

Las necesidades psíquicas son evidentes. El paciente necesita sentirse seguro y querido, tener la seguridad de la compañía de familiares y seres queridos que lo apoyen y no lo abandonen, necesita confiar en el equipo de profesionales que le trata, necesita amar y ser amado: tiene necesidad de ser escuchado, atendido, valorado y considerado, lo que afianza su autoestima.

Las necesidades espirituales son indudables. El creyente necesita a Dios, experimentar su cercanía y compañía, recibir su fortaleza y consuelo, acoger su misericordia llenándose de esperanza y paz. Por eso, sería una irresponsabilidad y una injusticia que la atención religiosa de los pacientes no estuviera asegurada en las instituciones hospitalarias, siendo una dimensión fundamental de la vida de las personas.

Las necesidades familiares y sociales del paciente terminal no son menos importantes. La enfermedad terminal también supone para quien la padece y para su familia, un desafío emocional, un esfuerzo económico importante y no pocos desgastes familiares de diverso calado. Toda la atención de los componentes de la familia se concentra generalmente en el miembro enfermo y, si la situación de enfermedad se alarga, el desajuste puede ser duradero. El paciente lo ve y también lo sufre. Por ello es muy importante no solo asegurar el sostenimiento del enfermo, sino también el soporte adecuado para que la familia pueda hacer frente al desafío que supone la enfermedad de uno de sus miembros.



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