viernes, 31 de enero de 2020

VII. LA EXPERIENCIA DE FE Y LA PROPUESTA CRISTIANA

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  1. ¿Qué aporta la fe al cuidado de los enfermos en situación terminal?

La fe aporta al cuidado de los enfermos en situación terminal una luz nueva en la consideración del misterio de la Creación y Redención en Cristo. Todo ser humano es digno de nuestro respeto y atención, pues, creados a imagen y semejanza de Dios, hemos sido redimidos por la muerte y resurrección del Señor Jesús. Él da sentido pleno a la vida y a la muerte, y abre el camino del amor, la esperanza y la misericordia. Como afirmaba san Juan Pablo II en la Encíclica Evangelium vitae: «El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1Jn 3, 1-2). Al mismo tiempo, esta llamada sobrenatural subraya precisamente el carácter relativo de la vida terrena del hombre y de la mujer. En verdad, esa no es realidad “última”, sino “penúltima”; es realidad sagrada, que se nos confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos» (n. 2).

  1. ¿Cómo concibe el cristianismo la dignidad de la vida humana?

Esta misma encíclica de san Juan Pablo II que se acaba de citar recoge la afirmación expresada por la constitución conciliar Gaudium et Spes cuando afirmaba que «el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación… Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: ¡Abba, Padre!» (n. 22).

Y así, la Encíclica Evangelium vitae de san Juan Pablo II afirma que «todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rom 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política. Los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este derecho» (n. 3).

  1. ¿Ayuda la fe a encontrar un sentido a la vida y, de modo particular, al sufrimiento?

Ya hemos visto antes cómo un objetivo vital puede dar sentido a los sufrimientos y dificultades de la vida, al mostrarles un «para qué» (aunque, en bastantes ocasiones se muestre solo vagamente intuido) y principalmente, como recordaba el Papa Francisco, un «para quién». La pregunta por el sentido de la vida recibe una respuesta profunda y plena en el Misterio de Cristo muerto y resucitado. La pregunta por el sentido global de la vida también es válida para un no creyente. Es anterior a cualquier pregunta ética, pues versa sobre la vida en su conjunto. Dijimos que la enfermedad puede ser ocasión para «detenernos» y reflexionar sobre la propia vida en su conjunto, para poder adentrarnos en su sentido. Sin embargo, quien ha captado la dimensión sobrenatural del sufrimiento puede caer en la tentación de proponer esta solución a los pacientes, y no respetar el ritmo razonable de la reflexión y maduración personales ante la enfermedad. Como vimos, no se pueden forzar las respuestas sobre el sentido, pero sí cabe acompañar y sostener al enfermo en el recorrido de su propio camino de reflexión y profundización.

  1. ¿Cuál es la doctrina de la Iglesia sobre el sufrimiento y la muerte?

Para quienes tienen fe y esperanza, el interrogante sobre el mal que se hacen todos los seres humanos es más acuciante, pues la visión trascendente nos presenta a un Dios que ama a cada persona y quiere lo mejor para ella. El conocimiento de que la providencia amorosa de Dios respecto a cada persona es compatible con la existencia del dolor y el sufrimiento indica necesariamente que el dolor —aunque no podamos explicarlo en toda su amplitud y profundidad— tiene un sentido.

Cuando a Cristo se le preguntó por el misterio del sufrimiento manifestó que no se trataba de un castigo divino (cfr. Jn 9,2-4). El libro de la Sabiduría afirma taxativamente: «Dios no ha hecho la muerte ni se complace destruyendo a los vivos. Él todo lo creó para que subsistiera» ( Sab 1, 13-14). Pero Jesús, además de acercarse, aliviar, consolar y curar a los enfermos y a los que sufren, y de hablar sobre el dolor y el sufrimiento, los asumió en la Cruz convirtiéndolos, mediante su Misterio Pascual, en la Buena Nueva, dándole el máximo sentido: ese dolor hasta la muerte dio vida plena y sentido a la historia humana y al universo.

También nosotros podemos imitar a Jesús: no decir muchas palabras sobre el dolor, sino vivir la experiencia de encontrarle sentido, convirtiéndolo en fuente de amor y de superación del propio egoísmo. Podemos acercarnos, sostener, acompañar y suscitar esperanza en quienes sufren. Cristo no teorizó sobre el sufrimiento o el dolor: amó y consoló a los que sufren y Él mismo sufrió hasta la muerte de cruz. La Iglesia no elabora teorías sobre el dolor, pero quiere aportar a la humanidad una vocación de donación preferente hacia los que sufren, acompañándolos y sosteniéndolos en el camino, y también la experiencia que Cristo nos comunica con su muerte y resurrección.

San Juan Pablo II, en su Carta apostólica del año 1984 Salvifici doloris, nos habla del amor de Cristo que vence el sufrimiento: «A través de los siglos y generaciones se ha constatado que en el sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente el hombre a Cristo» (n. 26) En esta carta se nos describe el «Evangelio del sufrimiento» y se hace referencia a la parábola del buen samaritano como expresión de este Evangelio: «El buen samaritano de la parábola de Cristo no se queda en la mera conmoción y compasión. Estas se convierten para él en estímulo a la acción que tiende a ayudar al hombre herido. En la ayuda pone todo su corazón y no ahorra ni siquiera medios materiales. Se puede afirmar que se da a sí mismo, su propio “yo”, abriendo este “yo” al otro. Tocamos aquí uno de los puntos clave de toda la antropología cristiana. El hombre no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (SD 28).

  1. ¿En qué puede colaborar un cristiano para promocionar una cultura de respeto de la vida humana?

Todos los cristianos podemos y debemos colaborar con nuestras palabras, acciones y actitudes, y recrear en el entramado de la vida cotidiana una cultura de la vida y del encuentro, rechazando la cultura del descarte y la exclusión. En particular, y sin pretender ser exhaustivos, todos podemos ayudar a esa inmensa tarea:

– acogiendo con visión sobrenatural el sufrimiento, el dolor y la muerte, cuando nos afecte personalmente. La fe lleva a saber que quien sufre puede unirse a Cristo en su pasión y que, tras la muerte, nos espera el abrazo de Dios Padre;

– ejercitando, según nuestros medios, posibilidades y circunstancias, un apoyo activo al que sufre y a su familia: desde una sonrisa, afecto, compañía hasta la dedicación de tiempo, recursos y dinero podemos hacer muchas cosas para aliviar el sufrimiento ajeno y ayudar, al que lo padece, a que renazca el amor, la alegría, la paz y la esperanza;

– orando por los que sufren, por quienes los atienden, por los profesionales de la salud, por los políticos y legisladores en cuyas manos está actuar a favor de la dignidad del que sufre;

– facilitando el surgimiento de vocaciones para las instituciones de la Iglesia que, por su carisma fundacional, están específicamente dedicadas a atender a la humanidad doliente y que constituyen hoy —como hace siglos— una maravillosa expresión del amor y el compromiso con los que sufren;

– acogiendo con amor fraterno, afecto humano y naturalidad en el seno de la familia a los miembros dolientes, enfermos o moribundos, aunque eso suponga sacrificio;

– haciéndonos presentes en los medios de comunicación social y demás foros de influencia en la opinión pública, con el fin de hacer patentes las notas características de una cultura de la vida y del encuentro y rechazando la cultura del descarte;

– tomando parte en las instituciones y en la vida política, tanto con el voto como con la participación activa en las formaciones políticas, instituciones y administraciones, exigiendo el fomento de la cultura de la vida en cuestiones que afecten a la familia, la sanidad, el cuidado a los enfermos, ancianos, personas vulnerables, empobrecidos, etc.;

– promoviendo entre los profesionales sanitarios un concepto de medicina y de asistencia sanitaria centradas en la promoción de la dignidad de la persona en toda circunstancia;

Y tenemos a nuestra disposición un sacramento —la Unción de los enfermos— específicamente instituido por Jesús y depositado en la Iglesia para aliviar, sostener y fortalecer al enfermo y, cuando llegue el momento, prepararse para una buena muerte.

  1. ¿Qué es el Sacramento de la Unción de los Enfermos?

Este Sacramento otorga al cristiano un don particular del Espíritu Santo, mediante el cual recibe una gracia de fortaleza, paz, consuelo y esperanza para vencer las dificultades propias del estado de enfermedad o de fragilidad de la vejez.

Esta gracia renueva la fe y confianza en el Señor en quien lo recibe, robusteciéndole contra las tentaciones del enemigo y la angustia de la muerte, de tal modo que pueda, no solo vivir sus dificultades con fortaleza, sino también luchar contra ellas con esperanza y mejorar o incluso restablecer su salud, si así conviene a su salvación.

Asimismo, la Unción de los Enfermos le concede el perdón de los pecados y la plenitud de la penitencia cristiana. La Unción es Sacramento de enfermos y Sacramento de Vida, expresión sacramental de la acción liberadora de Cristo que invita y, al mismo tiempo, ayuda al enfermo a participar en esta liberación.

Es aconsejable recibir este Sacramento en circunstancias de riesgo (enfermedad grave, vejez, antes de someterse a una operación quirúrgica, etc.). Además, su administración puede reiterarse, aun dentro del mismo proceso de enfermedad, si esta se agrava, no debiendo reservarse para cuando el enfermo está ya inconsciente, como señala el Concilio: «No es solo el Sacramento de quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida. Por tanto, el tiempo oportuno para recibirlo comienza cuando el cristiano ya empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez» (Sacrosantum Concilium 73).

Unido a este Sacramento, está el «Viático» o recepción de la Eucaristía que ayuda al enfermo a completar el camino hacia el Señor, perfeccionando la esperanza cristiana, «asociándose voluntariamente a la pasión y muerte de Cristo» (Lumen Gentium 11).

  1. ¿Cuál debe ser la actitud de un cristiano ante la muerte?

Los cristianos contemplamos la muerte como el encuentro definitivo con el Señor de la Vida y, por lo tanto, con esperanza tranquila y confiada en Él, aunque nuestra naturaleza se resista a dar ese último paso a la vida plena y definitiva. Con todo acierto denominaba la antigua cristiandad al día de la muerte «dies natalis», día del nacimiento definitivo a la Vida eterna. El Papa Francisco nos recuerda que nuestra vida no termina en una piedra funeraria, sino que se abre a la vida por medio de la resurrección de Jesús: «Hoy descubrimos que nuestro camino no es en vano, que no termina delante de una piedra funeraria. Una frase sacude a las mujeres y cambia la historia: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” (Lc 24,5); ¿por qué pensáis que todo es inútil, que nadie puede remover vuestras piedras? ¿Por qué os entregáis a la resignación o al fracaso? La Pascua, hermanos y hermanas, es la fiesta de la remoción de las piedras. Dios quita las piedras más duras, contra las que se estrellan las esperanzas y las expectativas: la muerte, el pecado, el miedo, la mundanidad. La historia humana no termina ante una piedra sepulcral, porque hoy descubre la “piedra viva”: Jesús resucitado (cf. 1P 2,4). Esta noche cada uno de nosotros está llamado a descubrir en el que está Vivo a aquel que remueve las piedras más pesadas del corazón» (Homilía en la Vigilia Pascual de abril de 2019).

  1. La eutanasia y el suicidio asistido ¿son cuestiones religiosas?

Como hemos visto a lo largo de este documento, la eutanasia y el suicidio asistido constituyen un drama humano, con hondas raíces antropológicas y con amplias repercusiones en el ámbito familiar, social, político y sanitario. En cuanto afecta a la vida humana y las diferentes esferas en las que se desarrolla, tienen una innegable repercusión en el ámbito religioso, pero es un asunto que pertenece principalmente a la concepción actual acerca del ser humano, de su libertad y de su destino.

Quienes creemos en un Dios que es amor, que es comunión de Personas, que no solo ha creado al ser humano, sino que lo llama personalmente y le espera para un destino eterno de felicidad, estamos convencidos de que la eutanasia y el suicidio asistido implican poner fin deliberadamente a la vida de un ser humano que es querido por Dios, que lo ama infinitamente y que vela por su vida y su muerte.

Además, constituyen una ofensa contra el ser humano y, por tanto, contra Dios, que ama a toda persona y es ofendido con todo lo que ofende al ser humano. Esta es la razón por la que Dios pronunció el precepto «no matarás».

  1. En determinadas situaciones ¿no se plantean los profesionales sanitarios o los familiares creyentes, unos problemas morales muy difíciles de resolver?

Pueden plantearse esos problemas y pueden ser de difícil resolución, como sucede, por otra parte, en otros muchos ámbitos de la vida. Pero se puede obrar con rectitud cuando todos los que intervienen son personas que han adquirido las virtudes personales y profesionales que los capacitan para tomar decisiones moralmente buenas. En estas situaciones, es importante potenciar la relación entre el enfermo, la familia y el equipo sanitario. La presencia, el apoyo y las eventuales indicaciones del acompañante espiritual del enfermo pueden ayudar a iluminar situaciones complejas. Muchas inquietudes y dudas se resuelven a través de este diálogo y apoyo mutuos.

  1. ¿Se puede resumir en pocas palabras cuál es la doctrina de la Iglesia sobre la actitud ante el final de esta vida?

De manera resumida, puede formularse en estos enunciados:

  1. Nunca es lícito causar la muerte de un enfermo, ni siquiera para evitarle el dolor y el sufrimiento, aunque él lo pida expresamente. Ni el paciente, ni el personal sanitario, ni los familiares tienen la facultad de decidir o provocar la muerte de una persona.
  2. No es lícita la acción u omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte con el fin de evitar cualquier dolor (Cfr. EV 65).
  3. No es lícito prolongar a toda costa la vida de un paciente ante la certeza moral que ofrecen los conocimientos médicos de que los procedimientos aplicados ya no proporcionan beneficio al enfermo y solo sirven para prolongar inútilmente la agonía.
  4. No es lícito omitir los cuidados generales básicos: alimentación, hidratación, aseo, cambios posturales, analgesia, etc.
  5. Una persona puede firmar un documento para manifestar por anticipado su voluntad sobre los tratamientos que desea recibir cuando, por el deterioro de su salud, se encuentre mentalmente incapacitado. Este documento de voluntades anticipadas debe respetar la dignidad de la persona, debe atenerse a las normas de la buena práctica médica y no debe contener indicaciones eutanásicas o de obstinación terapéutica.
  6. Ante una persona que se acerca a la muerte, se deben evitar aquellas intervenciones que alteran la necesaria serenidad que precisa el enfermo, lo aíslan de cualquier contacto humano con familiares o amigos, y acaban por impedirle que se prepare interiormente a morir en un clima y en un contexto auténticamente humano y, en su caso, cristiano.
  7. El personal médico debe adaptar los diagnósticos y tratamientos a la situación clínica del paciente para no caer en la obstinación. Es lo que se ha llamado «adecuación de los cuidados». Consiste en ajustar, no iniciar o suspender tratamientos o pruebas diagnósticas que se consideran clínicamente inútiles. Esta decisión conlleva la instauración de los cuidados paliativos adaptándolos a la evolución clínica del paciente.
  8. Ciertamente, lo propio de la medicina es curar. Pero también lo es cuidar, aliviar y consolar. Siempre hay que cuidar y consolar, pero quizás más al final de esta vida. La medicina paliativa se propone humanizar el proceso de la muerte y acompañar hasta el final. No hay enfermos «incuidables», aunque sean incurables.
  9. La sedación paliativa será éticamente aceptable cuando exista una indicación médica correcta, se hayan agotado los demás recursos terapéuticos, se haya informado y dialogado con el paciente y su familia y contado con su consentimiento. La sedación paliativa consiste en administrar fármacos en la dosis y combinaciones adecuadas, con la finalidad de disminuir la conciencia en un paciente en fase avanzada o terminal, para aliviar el sufrimiento causado por síntomas refractarios. No debe conllevar la suspensión de los cuidados básicos y debe ser periódicamente evaluada. Previamente hay que posibilitar al paciente que pueda resolver sus eventuales obligaciones personales, civiles, profesionales, familiares, morales y religiosas.
  10. Las instituciones públicas deben servir y tutelar toda vida humana, más allá de cualquier condicionamiento. La vida humana es un bien que supera el poder de disposición de cualquier persona o institución. La eutanasia constituye una derrota social y un exponente de la cultura del descarte.



  1. ¿En qué puede contribuir un cristiano a acrecentar el respeto y valoración de toda vida humana?

Ya señalábamos antes que toda persona está llamada, dentro de sus posibilidades, a difundir una cultura que defienda la vida humana en todo su recorrido vital. En el caso del cristiano, este deber se acentúa, pues no se trata ya de una cuestión meramente humana, sino de hacer frente a ideologías y actitudes que contradicen el designio amoroso de Dios para todo ser humano. Este compromiso se realiza con la fuerza de la razón, de la verdad, del testimonio y del convencimiento. Un cristiano no puede renunciar a tratar de influir positivamente en este campo: quedaría afectada negativamente su identidad cristiana si dejara pasar el tema sin poner lo que está de su parte, como si se tratara de algo que ya no tiene remedio.

La vida pública, tejida de multitud de relaciones humanas, ofrece siempre algún punto donde se puede contribuir a mejorar la sociedad promocionando el respeto a la dignidad de todo ser humano y mostrando la inhumanidad que supone la eutanasia. Esta tarea adquiere una relevancia particular en quienes tienen responsabilidades en el campo de la política, los medios de comunicación, la educación y las instituciones públicas y privadas.



EPÍLOGO



Quisiéramos concluir este documento con algunas consideraciones que nos ofrece el Papa Francisco sobre las cuestiones que hemos tratado. En el discurso ante el Parlamento Europeo el 25 de noviembre de 2014 afirmaba: «Persisten demasiadas situaciones en las que los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede programar la concepción, la configuración y la utilidad, y que después pueden ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos. El ser humano corre el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado, de modo que —lamentablemente lo percibimos a menudo—, cuando la vida ya no sirve a dicho mecanismo se la descarta sin tantos reparos, como en el caso de los enfermos, los enfermos terminales, de los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer».

Y en un discurso a la plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe en enero de 2018 el Papa declaraba: «El dolor, el sufrimiento, el sentido de la vida y de la muerte son realidades que la mentalidad contemporánea lucha por afrontar con una mirada llena de esperanza. Sin embargo, sin una esperanza confiable que le ayude a enfrentar el dolor y la muerte, el hombre no puede vivir bien y mantener una perspectiva segura de su futuro. Este es uno de los servicios que la Iglesia está llamada a prestar al hombre contemporáneo porque el amor, que se acerca de manera concreta y que encuentra en Jesús resucitado la plenitud del sentido de la vida, abre nuevas perspectivas y nuevos horizontes incluso a quienes piensan que ya no pueden hacerlo». Y, por último, en un tuit de el mes de junio de 2019 el Papa Francisco declaraba: «La eutanasia y el suicidio asistido son una derrota para todos. La respuesta a la que estamos llamados es no abandonar nunca a los que sufren, no rendirse nunca, sino cuidar y amar para dar esperanza».

Así mismo, en la Declaración conjunta de las religiones monoteístas abrahámicas sobre las cuestiones del final de la vida del 28 de octubre 2019 se afirmaba: «Nos oponemos a cualquier forma de eutanasia —que es el acto directo, deliberado e intencional de quitar la vida— así como al suicidio asistido médicamente —que es el apoyo directo, deliberado e intencional al suicidarse— porque contradicen fundamentalmente el valor inalienable de la vida humana y, por lo tanto, son actos equivocados desde el punto de vista moral y religioso, y deberían prohibirse sin excepciones».

Frente a la cultura del descarte es necesario recrear una cultura de la vida y del encuentro, del amor y la verdadera compasión. Recordemos las palabras de santa Teresa de Calcuta: «La vida es belleza, admírala; la vida es vida, defiéndela». Queremos ser sembradores de esperanza para quienes se sienten cansados y angustiados, de modo particular los enfermos graves y sus familias. Sabemos que «la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rom 5, 5). Acudimos a la intercesión materna de la Virgen María, Salud de los enfermos, Consuelo de los afligidos. Que Ella nos acompañe siempre en la tarea apasionada de acoger, proteger y acompañar toda vida humana. Con gran afecto.



1 de noviembre de 2019

Solemnidad de Todos los Santos
Subcomisión Episcopal para la Familia y Defensa de la Vida
Conferencia Episcopal Española

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