ACOMPAÑAR A LA FAMILIA EN LA ENFERMEDAD
La misión de la comunidad cristiana,
en este campo como en otros, es encarnar y actualizar la acción de Jesús. La
realización de su misión ha de inspirarse y fundamentarse siempre en Jesús. Por
eso nos acercamos al Evangelio para ver la actitud y el comportamiento de Jesús
con las familias de los enfermos.
Jesús atiende a las familias de los
enfermos
Jesús no pasa de
largo ante esos familiares angustiados que, impotentes ante la enfermedad de
algún miembro de la familia, acuden a Él en petición de ayuda. Los evangelios
recogen de manera, a veces dramática, el grito estremecedor de esos padres y
esas madres que se acercan a Jesús pidiendo su intervención. Jesús responde a
su llamada. Jairo «le suplica con
insistencia: Mi hija está a punto de morir: ven, impón tus manos sobre ella,
para que se cure y viva. Y Jesús se fue con él» (Mc 5, 22-24). Una cananea
se acerca a Jesús en la región pagana de Tiro y Sidón «y se puso a gritar: ten piedad de mí, Señor, hijo de David. Mi hija está malamente endemoniada». Jesús,
después de un diálogo en el que obliga a aquella madre a expresar toda su fe,
le dice: «Mujer, grande es tu fe; que te
suceda como deseas» (Mt 15, 22‑28). En otra ocasión, un funcionario de
Cafarnaún “le rogaba que bajase a curar a
su hijo pues estaba a la muerte”. Jesús le dirá: «Vete que tu hijo vive» (Jn 4, 47-50). Jesús no puede permanecer
insensible a estos gritos. Comprende la angustia de estas familias y les ofrece
esa curación y salvación que es signo del Reino de Dios que llega.
Jesús reconforta a la familia destrozada
por la enfermedad
Las familias que
se acercan a Jesús no piden ayuda sólo para el enfermo, sino para la familia
entera que sufre a causa de aquella enfermedad. Así le gritan a Jesús los
familiares de un endemoniado: «Si algo puedes,
ayúdanos, compadécete de nosotros» (Mc 9, 22). Por eso, Jesús no se acerca
sólo a curar al familiar enfermo. Jesús entra en el hogar para reconstruir y
reconfortar a toda la familia afectada por la enfermedad del ser querido.
Lo primero que
hace es compartir el sufrimiento y la pena que han entrado en aquel hogar.
Cuando llega a casa de Lázaro y se encuentra con aquellas hermanas que lloran
la pérdida de su hermano, «Jesús se echó
a llorar» (Jn 11, 35). Jesús entra en el sufrimiento y el dolor que se han
apoderado de aquel hogar. La acción curadora de Jesús se extiende a toda la
familia, pues es toda la familia la que necesita ser curada del sufrimiento y
recuperar de nuevo la esperanza y la vida. Cuando se encuentra con aquella
madre viuda que llora a su hijo, Jesús se preocupa, antes que nada, de
infundirle consuelo y esperanza. «Al
verla, el Señor tuvo compasión de ella, y le dijo: No llores» (Lc 7, 13).
Cuando ve a Jairo angustiado ante las sombrías noticias que traen de su hija,
Jesús lo reconforta: «No temas, solamente
ten fe» (Mc 5, 36).
Jesús despierta la fe de la familia
del enfermo
Jesús, que tanto
se preocupa de suscitar la fe de los enfermos, adopta la misma actitud ante los
familiares abrumados por la enfermedad del ser querido. Su primer regalo es
infundirles de nuevo la fe y la confianza en Dios. No entra en enjuiciamientos
o condenas a la familia. No relaciona la enfermedad del hijo con el pecado de
sus padres (Jn 9, 3). Su actitud es siempre constructiva, de fe honda en Dios.
Jesús pide a Jairo que recupere su fe y se libere de miedos y temores (Mc 5,
36). Entabla con la madre cananea un diálogo aparentemente duro que sirve para
que aquella mujer pueda mostrar toda su fe y Jesús pueda alabar la grandeza de
su corazón creyente. «Mujer, grande es tu
fe, que te suceda como deseas» (Mt 15, 28). A los familiares de un
endemoniado Jesús los anima diciendo: «¿Qué
es eso de si puedes? Todo es posible para quien cree» (Mc 9, 23).
Jesús restaura la vida familiar
Los relatos
evangélicos insisten en señalar el interés de Jesús por integrar de nuevo a los
enfermos a su familia. Parece como que Jesús no ha terminado su acción curadora
hasta ver restaurada de nuevo la paz y la alegría familiar. No sólo resucita al
joven muerto en Naim, sino que, una vez incorporado, «se lo dio a su madre» (Lc 7, 15) «resucitando» también así la
alegría y la vida de aquella mujer. No sólo cura al paralítico de Cafarnaúm y
lo levanta de su camilla, sino que lo introduce de nuevo en la vida familiar: «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa»
(Mc 2, 4). Este gesto de Jesús no indica sólo su preocupación de que el enfermo
se incorpore de nuevo a la convivencia familiar y social. Jesús busca llevar la
salvación hasta el hogar del enfermo y, por ello, la curación que realiza es un
medio concreto para que en aquella casa se anuncie la Buena Noticia de Dios.
Así dice al endemoniado de Gerasa después de haberlo curado: «Vete a tu casa, donde los tuyos, y cuéntales
lo que el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido compasión de ti». (Mc 5,
19) En este sentido, y para comprender mejor la preocupación de Jesús por
llevar la salvación al seno del hogar, son significativas las palabras que
pronuncia después de haber curado el corazón de Zaqueo y haber logrado su
conversión: «Hoy ha llegado la salvación
a esta casa». (Lc 19, 9)
Jesús llama a caminar hacia una
familia más fraterna
Jesús quiere una familia más fraterna,
donde reine el amor y el servicio al otro, especialmente al más pequeño y
débil. Corrige, por ello, a los hijos que se desentienden de sus padres, se
acerca a los enfermos que viven sin familia que les atienda y acoge a los que
están solos, e invita a sus seguidores a hacer lo mismo.
¿Qué puede hacer hoy la comunidad cristiana?
Los obispos de la Comisión de Pastoral
ofrecieron en sus mensajes del año 1989 y de 1999 a las comunidades cristianas
las siguientes tareas para atender a los ancianos enfermos y a la familia:
• Descubrir un poco más el mundo del
anciano enfermo y los graves problemas de todo tipo que plantea a la sociedad y
a la Iglesia.
• Acercarse al anciano enfermo para
conocer su realidad, sus vivencias y necesidades.
• Contribuir a crear una cultura y un
ambiente más favorables al anciano y al anciano enfermo, purificando nuestro
lenguaje a menudo discriminatorio y peyorativo, aprendiendo a valorar la
ancianidad por sí misma y ratificando el valor de la vida hasta su fin natural.
• Apreciar y agradecer su aportación a
la construcción de la sociedad, sus esfuerzos y sufrimientos y evitar cuanto
pueda contribuir a que se sientan «inútiles» y condenados a la «dura soledad»
(Juan Pablo II, Familiaris consortio, 77).
• Informarse acerca de su situación
personal y familiar, para que ninguno se sienta discriminado o sea desatendido.
• Facilitarles la atención religiosa.
Si son creyentes cristianos, tenemos que favorecer su participación en la vida
litúrgica y sacramental de la comunidad, e integrarles, en cuanto sea posible,
en la vida activa, apostólica de la parroquia.
• Ofrecerles la posibilidad de seguir
formándose en la fe, ayudarles a vivir su situación de enfermedad con espíritu
cristiano y con esperanza, y acompañarles humana y pastoralmente en sus últimos
momentos.
• Promover y formar adecuadamente el
voluntariado de visitadores y agentes de pastoral a domicilio y en
instituciones, y, al mismo tiempo, hacer todo lo posible para que en las
parroquias se dé vida a una pastoral específica para ellos.
• Educar a todos, y
especialmente a quienes se preparan al matrimonio y a las familias cristianas,
para vivir la salud y para afrontar la realidad de la enfermedad y de la muerte
cuando se presenten.
• Colaborar con la sociedad y las
profesiones sanitarias en la conservación de la salud de la familia, en su
curación y en la creación de unas condiciones sociales, culturales, económicas
y políticas sanas que le permitan gozar de buena salud.
• Ejercer la solidaridad y la cercanía
para con las familias de la comunidad que cuentan con un enfermo entre sus
miembros, especialmente con las que se ven impotentes para sobrellevarlo solas,
y ofrecerles la Palabra del Señor y la oración y el servicio generoso de la
comunidad para atenderles en sus necesidades.
• Valorar la
entrega de las familias que cuidan con amor solícito y paciente a sus enfermos
y difundir su testimonio en la comunidad.
• Acoger a los enfermos que se han
quedado sin familia alguna y ser para ellos su familia.
• Apoyar y colaborar en toda clase de
iniciativas, actividades y asociaciones que pretendan una atención más adecuada
a las familias de los enfermos.»
• Orar por las familias.
Papa Francisco en la Amoris Laetitia
«En
las difíciles situaciones que viven las personas más necesitadas, la Iglesia
debe tener un especial cuidado para comprender, consolar, integrar, evitando
imponerles una serie de normas como si fueran una roca, con lo cual se consigue
el efecto de hacer que se sientan juzgadas y abandonadas precisamente por esa
Madre que está llamada a acercarles la misericordia de Dios.» (AL 49)
«La
Iglesia no puede y no quiere conformarse a una mentalidad de intolerancia, y
mucho menos de indiferencia y desprecio, respecto a la vejez. Debemos despertar
el sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de hospitalidad, que hagan
sentirse al anciano parte viva de su comunidad. Los ancianos son hombres y
mujeres, padres y madres que estuvieron antes que nosotros en el mismo camino,
en nuestra misma casa, en nuestra diaria batalla por una vida digna». Por eso,
«¡cuánto quisiera una Iglesia que desafía la cultura del descarte con la
alegría desbordante de un nuevo abrazo entre los jóvenes y los ancianos!» (AL
191)
«Abandonar
a una familia cuando la lastima una muerte sería una falta de misericordia,
perder una oportunidad pastoral, y esa actitud puede cerrarnos las puertas para
cualquier otra acción evangelizadora…. A
quienes no cuentan con la presencia de familiares a los que dedicarse y de los
cuales recibir afecto y cercanía, la comunidad cristiana debe sostenerlos con
particular atención y disponibilidad, sobre todo si se encuentran en
condiciones de indigencia.» (AL 253)
«El
duelo por los difuntos puede llevar bastante tiempo, y cuando un pastor quiere
acompañar ese proceso, tiene que adaptarse a las necesidades de cada una de sus
etapas. Todo el proceso está surcado por preguntas, sobre las causas de la
muerte, sobre lo que se podría haber hecho, sobre lo que vive una persona en el
momento previo a la muerte. Con un camino sincero y paciente de oración y de
liberación interior, vuelve la paz.» (AL 255)
«
Si aceptamos la muerte podemos prepararnos para ella. El camino es crecer en el
amor hacia los que caminan con nosotros, hasta el día en que ‘ya no habrá
muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor?» (Ap 21,4). (AL 258)
«La
Iglesia debe acompañar con atención y
cuidado a sus hijos más frágiles, marcados por el amor herido y extraviado,
dándoles de nuevo confianza y esperanza, como la luz del faro de un puerto o de
una antorcha llevada en medio de la gente para iluminar a quienes han perdido
el rumbo o se encuentran en medio de la tempestad. No olvidemos que, a menudo,
la tarea de la Iglesia se asemeja a la de un hospital de campaña.» (AL 291)
«Los
dolores y las angustias se experimentan en comunión con la cruz del Señor, y el
abrazo con él permite sobrellevar los peores momentos. En los días amargos de
la familia hay una unión con Jesús abandonado que puede evitar una ruptura. Las
familias alcanzan poco a poco, «con la gracia del Espíritu Santo, su santidad a
través de la vida matrimonial, participando también en el misterio de la cruz
de Cristo, que transforma las dificultades y sufrimientos en una ofrenda de
amor» (AL 317)
«La
familia «ha sido siempre el “hospital” más cercano». Curémonos, contengámonos y
estimulémonos unos a otros, y vivámoslo como parte de nuestra espiritualidad
familiar.» AL 321)
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