domingo, 9 de enero de 2022

ACOMPAÑAR EN EL SUFRIMIENTO.VIII En la edad avanzada

 

VIII En la edad avanzada

1. Texto bíblico

Cántico del justo: Sal 92,2-6,13-16

Es bueno dar gracias al Señor

y tocar para tu nombre, oh Altísimo;

proclamar por la mañana tu misericordia

y de noche tu fidelidad,

con arpas de diez cuerdas y laúdes,

sobre arpegios de cítaras.

Tus acciones, Señor, son mi alegría,

y mi júbilo, las obras de tus manos.

¡Qué magníficas son tus obras, Señor,

qué profundos tus designios!

El justo crecerá como una palmera,

se alzará como un cedro del Líbano:

plantado en la casa del Señor,

crecerá en los atrios de nuestro Dios;

en la vejez seguirá dando fruto

y estará lozano y frondoso,

para proclamar que el Señor es justo,

mi Roca, en quien no existe la maldad.

 

2. Reflexión pastoral

La ancianidad

Nuestra vida mortal es un camino que recorremos en este mundo desde nuestra concepción y nacimiento, hasta concluir con el paso a la Casa del Padre. Camino que, si no se trunca antes, puede llegar a ser muy largo. En el andar de nuestra vida, pasamos por diversas épocas y momentos, cada cual con sus afanes y dificultades, con sus gozos y sufrimientos. Marcado muchas veces por la enfermedad y por el progresivo debilitamiento de nuestras facultades, de nuestra salud.

En este caminar, se llega a la edad provecta, cuando al cabo de los muchos años, el cuerpo, por el natural envejecimiento orgánico, va entrando en la última etapa de la vida. La persona va tomando conciencia de que el mundo que lo rodea, y él mismo, están cambiando ostensiblemente. Van apareciendo las limitaciones físicas, psíquicas y sociales. Y llegará un momento en que la persona se volverá dependiente de los demás. De uno mismo depende adaptarse a estas circunstancias cambiantes y aceptar el momento en que nos toca vivir.

Esta aceptación y adaptación se han de construir a lo largo de los muchos años que preceden a la senescencia, desde la juventud, durante la madurez. Este tiempo es el fruto de nuestra preparación anterior, tanto física como mental y espiritual. De nosotros depende, en parte, cómo vivimos este tiempo.

El decaimiento de nuestro cuerpo, la aparición de las enfermedades degenerativas son lastres que nos limitan físicamente. Las pérdidas en todos los órdenes nos anuncian que la muerte se aproxima inexorablemente. Pero hemos de superar esa percepción negativa. La Medicina viene en nuestra ayuda de tal modo que vivimos en un mundo en el que hemos pasado de «dar años a la vida, a dar vida a los años» (OMS). La sociedad está dotando de numerosos recursos sanitarios, sociales y económicos, para aumentar el bienestar de los mayores, colaborando en su envejecimiento saludable.

La etapa final suele estar marcada por la dependencia. La persona mayor necesita ya la ayuda de los demás para las actividades básicas de la vida, en sus diversos grados. Aparece el confinamiento en su domicilio o en el centro socio-sanitario. Las demencias, como la enfermedad de Alzheimer, cada vez son más frecuentes en los ancianos dependientes.

El confinamiento domiciliario puede deberse a numerosos factores: por la demencia o el Alzheimer, las barreras físicas que impiden la comunicación social (pensemos en los numerosos ancianos que viven en pisos sin ascensor…), por vivir solos, el retraimiento ante una sociedad que les es extraña, porque sus familiares no les dejan salir de casa por precaución… Se abre con todo ello una gran fuente de sufrimiento, tanto para el que lo padece, como para quienes lo cuidan.

A medida que el cuerpo se debilita, el espíritu necesita fortalecerse. Cuando la vida exterior queda cada vez más limitada, la vida interior pide ser desarrollada. No nos podemos quedar en las capacidades que van desapareciendo, sino en las que poseemos, y aunque el cuerpo se derrumbe, el espíritu siempre está vivo.

Es el gran momento de la vida espiritual, de la búsqueda del sentido de la vida personal y comunitaria, de la búsqueda de Dios. Ante las últimas etapas de la vida y la cercanía de la muerte, se abre un período vital que invita a adentrarse en las cuestiones más importantes de la vida: en las últimas preguntas. La apertura a la trascendencia sana la conclusión de la inmanencia; lo que esperamos en el otro mundo, da sentido a lo que vivimos en este mundo. La fe da sentido a nuestra vida.

La ancianidad no ha de ser necesariamente causa de sufrimiento, sino un período gozoso de nuestra existencia, vivido en la compañía de nuestros seres queridos. Pero, a veces, no es así y surge la angustia y la infelicidad.

El sufrimiento, en la última etapa vital, viene no sólo por las enfermedades y dolencias orgánicas, sino también por el miedo a nuestro decaimiento y degradación, a la demencia y al Alzheimer. En último término, a la muerte: «también participó Jesús de nuestra carne y sangre, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos» (Hb 2,14-15).

El acompañamiento a nuestros hermanos que sufren por ser ancianos, especialmente los dependientes, ha de trabajar, así pues, tres momentos: la aceptación de la debilidad, la apertura a la trascendencia y el desarrollo de la vida espiritual y su relación con Dios.

 

Aceptación de la debilidad

El mayor necesita reconciliarse con su situación vital; aceptar, de buen grado, el declinar de la vida y las características propias de la ancianidad, mirando no sólo aquello que está perdiendo o que ya no tiene, sino desarrollando las capacidades de las que aún está dotado. La memoria irá fallando, pero la experiencia se va acrecentando. El vigor físico irá disminuyendo, la paciencia aumentando.

Esta aceptación es el fruto de la madurez que haya adquirido con anterioridad para asumir esta etapa vital. Nuestra felicidad depende, en buen grado, de nuestra preparación anterior.

La Escritura es testigo de esta madurez, de esta sabiduría que da la experiencia de la vida: «¡Qué bien sienta el juicio a los cabellos blancos, y a los ancianos el consejo! ¡Qué bien sienta la sabiduría en los ancianos, y en los nobles la reflexión y el consejo! La rica experiencia es la corona del anciano, y su gloria el temor del Señor» (Sab 25,4-6). «De los ancianos, el saber; de la longevidad, la inteligencia» (Job 12,12). «La gloria de los jóvenes es su vigor; el ornato de los ancianos, los cabellos blancos» (Prov 20,29). «Hijo, desde tu juventud ponte a aprender, y hasta encanecer hallarás sabiduría» (Sab 6,18).

La falta de aceptación, la deficiente disposición para este momento, es una constante fuente de sufrimiento. Si antes no ha habido preparación, aún es el tiempo de la reconciliación y de la aceptación. Ayudémosles con nuestra cercanía y afecto, insistiendo en todas las buenas cualidades que poseen para que las desarrollen en bien suyo y de los que los cuidan.

Apertura a la trascendencia

En el otoño de la vida, cuando este primer mundo entra en el ocaso, quiere abrirse paso el horizonte de la eternidad. Muy frecuentemente, la vida ha estado dominada por los afanes de este mundo, por los mil problemas y contrariedades del tiempo presente, por los trabajos y fatigas con que los hemos afrontado. Ahora se abre con un ímpetu nuevo la dimensión trascendente.

Es el momento de reconciliarse con su historia personal, de autoperdonarse sus muchos errores y equivocaciones, de dar el justo sentido a este mundo. De sentir el perdón infinito y misericordioso de nuestro Dios, que «es rico en piedad y leal» (Sal 86,15). De sentirse profundamente amado por nuestro Dios que es Amor. De tomar conciencia de la inmediatez de esa vida eterna a la que Dios nos está llamando.

El objeto de este momento no es la muerte, sino la vida; no la muerte material, sino la vida eterna. El foco de la cuestión ha de pasar de lo objetivo e inmanente a lo esperado y trascendente. La fe y la esperanza son los fundamentos de la eternidad: «La fe es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve» (Hb 11,1). Esa fe que nos atestigua «que tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17).

Desarrollo de la vida espiritual y su relación con Dios

La trascendencia se tiene que trabajar mediante el desarrollo de la vida espiritual. En el declinar de la vida, los valores humanos cambian poderosamente. Desaparecen vanas ilusiones y proyectos. Se va tomando conciencia de la precariedad y finitud de lo que nos rodea. La dependencia es un poderoso recordatorio de que se está en la antesala del fin. Es un momento propicio para intensificar nuestra vida interior. El tiempo, ese bien que antes era tan escaso o mal empleado, es ahora muy abundante.

Nuestro propio ser nos invita a dedicarlo a estar con Dios, a contemplarlo, a orar. Aunque la tentación de malgastarlo en vaciedades o en no hacer nada, sigue siendo muy potente. Dios viene a nuestro encuentro para llenar nuestro corazón de su amor. Está llamando a la puerta, está deseando que le abramos. Es el gran momento de la persona orante, de vivir intensamente nuestra relación con ese Dios que está siempre con nosotros.

Acompañamiento pastoral

El acompañamiento en estos momentos, debe tener como objetivo intensificar la vida espiritual, dando relevancia a la oración personal y a la participación en los sacramentos, así como en la Eucaristía.

La vida de oración, en sus múltiples y diversas formas, nos religa con ese Dios bueno, tierno y compasivo, que siempre nos está acompañando y cuidando con su amor que sobrepasa toda medida y que quiere que creamos y confiemos en él. Es importante insistir en el desarrollo de esta vida orante como antídoto contra la soledad y el sufrimiento de la ancianidad, como excelente medio para aumentar nuestra débil fe y acrecentar nuestra esperanza en la vida eterna a la que nos está llamando.

El sacramento de la reconciliación permite limpiarnos de tantas manchas y errores que acumulamos, así como de sentir el infinito perdón misericordioso de nuestro Dios. También ayuda a reconciliarnos con nosotros mismos, derramando sobre nuestros corazones lastimados el dulce bálsamo de su misericordiosa compasión.

La Santa Unción, tiene también un gran valor en la ancianidad pues, «el hombre necesita de una especial gracia de Dios, para que, dominado por la angustia, no desfallezca su ánimo, y sometido a la prueba, no se debilite su fe. Por eso Cristo fortalece a sus fieles enfermos con el sacramento de la Unción fortaleciéndolos con una firmísima protección. Puede darse la Santa Unción a los ancianos, cuyas fuerzas se debilitan seriamente, aun cuando no padezcan una enfermedad grave» (Ritual de la Unción y Pastoral de los Enfermos 4.11).

Los fieles ancianos suelen tener una especial predilección por la participación en la santa Misa, tanto presencialmente como participando de la misma por los medios de comunicación. Debe insistirse en esta dimensión que vincula al anciano con la comunidad eclesial y con Dios, del mismo modo que en la recepción del Sacramento Eucarístico, alimento que nos fortalece contra el desánimo y el sufrimiento. El acompañamiento pastoral hará bien con tener siempre muy presente esa doble dimensión de la Eucaristía.

Para los ancianos que tienen dificultades para salir de sus domicilios, es importante garantizar su acompañamiento pastoral, en el que se debe abundar en las visitas domiciliarias, a ser posible semanales, sin olvidar el contacto telefónico o los nuevos medios de comunicación personal, que se están implantando pastoralmente en diversos lugares, con excelente resultado. Estas visitas regulares y personales permitirán realizar un acompañamiento que se puede extender durante muchos años, con excelente fruto tanto para el mayor que es visitado, como para sus cuidadores y familiares, así como para el propio agente pastoral que realiza esta hermosa misión.

 

 

3. Cuestiones para reflexionar

  1. ¿Qué dificultades encontramos para que el acompañamiento pastoral llegue a las personas mayores que viven recluidas en su domicilio?
  2. En nuestro acompañamiento pastoral ¿qué recursos ofrecemos para intensificar la vida espiritual de nuestros ancianos y dependientes?
  3. ¿Qué podemos hacer nosotros para mejorar el acompañamiento a las personas que sufren por ser muy mayores o dependientes?

 

4. Para orar

¡Señor, nuestro Dios, cuida de nuestros mayores!

¡Señor, nuestro Dios!,

hay tantos mayores

que sufren la soledad,

el abandono de sus seres queridos,

el dolor de la enfermedad,

la angustia ante la muerte…

¡Señor, nuestro Dios!,

hay tantos dependientes

que viven encerrados en sus casas,

confinados en sus domicilios,

sin nadie que les visite,

sin una mano amiga que los acaricie…

¡Señor, nuestro Dios!,

hay tantos ancianos

de los que no se acuerda nadie,

que no son visitados ni acompañados,

cuyos lamentos llegan hasta ti,

cuyo dolor y amargura sólo tú conoces…

¡Señor, nuestro Dios!,

hay tantos hijos tuyos

que necesitan ser acompañados,

ser escuchados y comprendidos,

oír palabras de aliento y consuelo,

sentirse amados y queridos…

¡Señor, nuestro Dios!,

envíanos a nuestros mayores

para que les llevemos con cariño

tu mensaje eterno de amor,

la firme confianza en ti,

la esperanza que no defrauda.

¡Señor, nuestro Dios,

cuida de nuestros mayores!

Amén.

 

 

 


 

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