VIII En la edad avanzada
1. Texto bíblico
Cántico del justo:
Sal 92,2-6,13-16
Es bueno dar gracias
al Señor
y tocar para tu
nombre, oh Altísimo;
proclamar por la
mañana tu misericordia
y de noche tu
fidelidad,
con arpas de diez
cuerdas y laúdes,
sobre arpegios de cítaras.
Tus acciones, Señor,
son mi alegría,
y mi júbilo, las obras
de tus manos.
¡Qué magníficas son
tus obras, Señor,
qué profundos tus
designios!
El justo crecerá como
una palmera,
se alzará como un
cedro del Líbano:
plantado en la casa
del Señor,
crecerá en los atrios
de nuestro Dios;
en la vejez seguirá
dando fruto
y estará lozano y
frondoso,
para proclamar que el
Señor es justo,
mi Roca, en quien no
existe la maldad.
2. Reflexión pastoral
La ancianidad
Nuestra vida mortal es un camino que recorremos en este
mundo desde nuestra concepción y nacimiento, hasta concluir con el paso a la
Casa del Padre. Camino que, si no se trunca antes, puede llegar a ser muy
largo. En el andar de nuestra vida, pasamos por diversas épocas y momentos,
cada cual con sus afanes y dificultades, con sus gozos y sufrimientos. Marcado
muchas veces por la enfermedad y por el progresivo debilitamiento de nuestras
facultades, de nuestra salud.
En este caminar, se llega a la edad provecta, cuando al cabo
de los muchos años, el cuerpo, por el natural envejecimiento orgánico, va
entrando en la última etapa de la vida. La persona va tomando conciencia de que
el mundo que lo rodea, y él mismo, están cambiando ostensiblemente. Van
apareciendo las limitaciones físicas, psíquicas y sociales. Y llegará un
momento en que la persona se volverá dependiente de los demás. De uno mismo
depende adaptarse a estas circunstancias cambiantes y aceptar el momento en que
nos toca vivir.
Esta aceptación y adaptación se han de construir a lo largo
de los muchos años que preceden a la senescencia, desde la juventud, durante la
madurez. Este tiempo es el fruto de nuestra preparación anterior, tanto física
como mental y espiritual. De nosotros depende, en parte, cómo vivimos este
tiempo.
El decaimiento de nuestro cuerpo, la aparición de las
enfermedades degenerativas son lastres que nos limitan físicamente. Las
pérdidas en todos los órdenes nos anuncian que la muerte se aproxima
inexorablemente. Pero hemos de superar esa percepción negativa. La Medicina viene
en nuestra ayuda de tal modo que vivimos en un mundo en el que hemos pasado de «dar años a la vida, a dar vida a los años»
(OMS). La sociedad está dotando de numerosos recursos sanitarios, sociales y
económicos, para aumentar el bienestar de los mayores, colaborando en su
envejecimiento saludable.
La etapa final suele estar marcada por la dependencia. La
persona mayor necesita ya la ayuda de los demás para las actividades básicas de
la vida, en sus diversos grados. Aparece el confinamiento en su domicilio o en
el centro socio-sanitario. Las demencias, como la enfermedad de Alzheimer, cada
vez son más frecuentes en los ancianos dependientes.
El confinamiento domiciliario puede deberse a numerosos
factores: por la demencia o el Alzheimer, las barreras físicas que impiden la
comunicación social (pensemos en los numerosos ancianos que viven en pisos sin
ascensor…), por vivir solos, el retraimiento ante una sociedad que les es
extraña, porque sus familiares no les dejan salir de casa por precaución… Se
abre con todo ello una gran fuente de sufrimiento, tanto para el que lo padece,
como para quienes lo cuidan.
A medida que el cuerpo se debilita, el espíritu necesita
fortalecerse. Cuando la vida exterior queda cada vez más limitada, la vida
interior pide ser desarrollada. No nos podemos quedar en las capacidades que
van desapareciendo, sino en las que poseemos, y aunque el cuerpo se derrumbe,
el espíritu siempre está vivo.
Es el gran momento de la vida espiritual, de la búsqueda del
sentido de la vida personal y comunitaria, de la búsqueda de Dios. Ante las
últimas etapas de la vida y la cercanía de la muerte, se abre un período vital
que invita a adentrarse en las cuestiones más importantes de la vida: en las
últimas preguntas. La apertura a la trascendencia sana la conclusión de la
inmanencia; lo que esperamos en el otro mundo, da sentido a lo que vivimos en
este mundo. La fe da sentido a nuestra vida.
La ancianidad no ha de ser necesariamente causa de
sufrimiento, sino un período gozoso de nuestra existencia, vivido en la
compañía de nuestros seres queridos. Pero, a veces, no es así y surge la
angustia y la infelicidad.
El sufrimiento, en la última etapa vital, viene no sólo por
las enfermedades y dolencias orgánicas, sino también por el miedo a nuestro
decaimiento y degradación, a la demencia y al Alzheimer. En último término, a
la muerte: «también participó Jesús de
nuestra carne y sangre, para aniquilar mediante la muerte al señor de la
muerte, es decir, al diablo, y liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban
la vida entera como esclavos» (Hb 2,14-15).
El acompañamiento a nuestros hermanos que sufren por ser
ancianos, especialmente los dependientes, ha de trabajar, así pues, tres
momentos: la aceptación de la debilidad, la apertura a la trascendencia y el desarrollo
de la vida espiritual y su relación con Dios.
Aceptación de la debilidad
El mayor necesita reconciliarse con su situación vital;
aceptar, de buen grado, el declinar de la vida y las características propias de
la ancianidad, mirando no sólo aquello que está perdiendo o que ya no tiene,
sino desarrollando las capacidades de las que aún está dotado. La memoria irá
fallando, pero la experiencia se va acrecentando. El vigor físico irá
disminuyendo, la paciencia aumentando.
Esta aceptación es el fruto de la madurez que haya adquirido
con anterioridad para asumir esta etapa vital. Nuestra felicidad depende, en
buen grado, de nuestra preparación anterior.
La Escritura es testigo de esta madurez, de esta sabiduría
que da la experiencia de la vida: «¡Qué bien
sienta el juicio a los cabellos blancos, y a los ancianos el consejo! ¡Qué bien
sienta la sabiduría en los ancianos, y en los nobles la reflexión y el consejo!
La rica experiencia es la corona del anciano, y su gloria el temor del Señor»
(Sab 25,4-6). «De los ancianos, el saber;
de la longevidad, la inteligencia» (Job 12,12). «La gloria de los jóvenes es su vigor; el ornato de los ancianos, los
cabellos blancos» (Prov 20,29). «Hijo,
desde tu juventud ponte a aprender, y hasta encanecer hallarás sabiduría»
(Sab 6,18).
La falta de aceptación, la deficiente disposición para este
momento, es una constante fuente de sufrimiento. Si antes no ha habido
preparación, aún es el tiempo de la reconciliación y de la aceptación.
Ayudémosles con nuestra cercanía y afecto, insistiendo en todas las buenas
cualidades que poseen para que las desarrollen en bien suyo y de los que los
cuidan.
Apertura a la trascendencia
En el otoño de la vida, cuando este primer mundo entra en el
ocaso, quiere abrirse paso el horizonte de la eternidad. Muy frecuentemente, la
vida ha estado dominada por los afanes de este mundo, por los mil problemas y
contrariedades del tiempo presente, por los trabajos y fatigas con que los
hemos afrontado. Ahora se abre con un ímpetu nuevo la dimensión trascendente.
Es el momento de reconciliarse con su historia personal, de
autoperdonarse sus muchos errores y equivocaciones, de dar el justo sentido a
este mundo. De sentir el perdón infinito y misericordioso de nuestro Dios, que «es rico en piedad y leal» (Sal 86,15).
De sentirse profundamente amado por nuestro Dios que es Amor. De tomar
conciencia de la inmediatez de esa vida eterna a la que Dios nos está llamando.
El objeto de este momento no es la muerte, sino la vida; no
la muerte material, sino la vida eterna. El foco de la cuestión ha de pasar de
lo objetivo e inmanente a lo esperado y trascendente. La fe y la esperanza son
los fundamentos de la eternidad: «La fe
es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve» (Hb
11,1). Esa fe que nos atestigua «que
tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree
en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al
mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn
3,16-17).
Desarrollo de la vida espiritual y su relación con Dios
La trascendencia se tiene que trabajar mediante el
desarrollo de la vida espiritual. En el declinar de la vida, los valores
humanos cambian poderosamente. Desaparecen vanas ilusiones y proyectos. Se va
tomando conciencia de la precariedad y finitud de lo que nos rodea. La
dependencia es un poderoso recordatorio de que se está en la antesala del fin.
Es un momento propicio para intensificar nuestra vida interior. El tiempo, ese
bien que antes era tan escaso o mal empleado, es ahora muy abundante.
Nuestro propio ser nos invita a dedicarlo a estar con Dios,
a contemplarlo, a orar. Aunque la tentación de malgastarlo en vaciedades o en
no hacer nada, sigue siendo muy potente. Dios viene a nuestro encuentro para
llenar nuestro corazón de su amor. Está llamando a la puerta, está deseando que
le abramos. Es el gran momento de la persona orante, de vivir intensamente
nuestra relación con ese Dios que está siempre con nosotros.
Acompañamiento pastoral
El acompañamiento en estos momentos, debe tener como
objetivo intensificar la vida espiritual, dando relevancia a la oración
personal y a la participación en los sacramentos, así como en la Eucaristía.
La vida de oración, en sus múltiples y diversas formas, nos
religa con ese Dios bueno, tierno y compasivo, que siempre nos está acompañando
y cuidando con su amor que sobrepasa toda medida y que quiere que creamos y
confiemos en él. Es importante insistir en el desarrollo de esta vida orante
como antídoto contra la soledad y el sufrimiento de la ancianidad, como
excelente medio para aumentar nuestra débil fe y acrecentar nuestra esperanza
en la vida eterna a la que nos está llamando.
El sacramento de la reconciliación permite limpiarnos de
tantas manchas y errores que acumulamos, así como de sentir el infinito perdón
misericordioso de nuestro Dios. También ayuda a reconciliarnos con nosotros
mismos, derramando sobre nuestros corazones lastimados el dulce bálsamo de su
misericordiosa compasión.
La Santa Unción, tiene también un gran valor en la
ancianidad pues, «el hombre necesita de
una especial gracia de Dios, para que, dominado por la angustia, no desfallezca
su ánimo, y sometido a la prueba, no se debilite su fe. Por eso Cristo
fortalece a sus fieles enfermos con el sacramento de la Unción fortaleciéndolos
con una firmísima protección. Puede darse la Santa Unción a los ancianos, cuyas
fuerzas se debilitan seriamente, aun cuando no padezcan una enfermedad grave»
(Ritual de la Unción y Pastoral de los Enfermos 4.11).
Los fieles ancianos suelen tener una especial predilección
por la participación en la santa Misa, tanto presencialmente como participando
de la misma por los medios de comunicación. Debe insistirse en esta dimensión
que vincula al anciano con la comunidad eclesial y con Dios, del mismo modo que
en la recepción del Sacramento Eucarístico, alimento que nos fortalece contra
el desánimo y el sufrimiento. El acompañamiento pastoral hará bien con tener
siempre muy presente esa doble dimensión de la Eucaristía.
Para los ancianos que tienen dificultades para salir de sus
domicilios, es importante garantizar su acompañamiento pastoral, en el que se
debe abundar en las visitas domiciliarias, a ser posible semanales, sin olvidar
el contacto telefónico o los nuevos medios de comunicación personal, que se
están implantando pastoralmente en diversos lugares, con excelente resultado.
Estas visitas regulares y personales permitirán realizar un acompañamiento que
se puede extender durante muchos años, con excelente fruto tanto para el mayor
que es visitado, como para sus cuidadores y familiares, así como para el propio
agente pastoral que realiza esta hermosa misión.
3. Cuestiones para
reflexionar
- ¿Qué
dificultades encontramos para que el acompañamiento pastoral llegue a las
personas mayores que viven recluidas en su domicilio?
- En
nuestro acompañamiento pastoral ¿qué recursos ofrecemos para intensificar
la vida espiritual de nuestros ancianos y dependientes?
- ¿Qué
podemos hacer nosotros para mejorar el acompañamiento a las personas que
sufren por ser muy mayores o dependientes?
4. Para orar
¡Señor, nuestro Dios, cuida de nuestros mayores!
¡Señor, nuestro Dios!,
hay tantos mayores
que sufren la soledad,
el abandono de sus seres queridos,
el dolor de la enfermedad,
la angustia ante la muerte…
¡Señor, nuestro Dios!,
hay tantos dependientes
que viven encerrados en sus casas,
confinados en sus domicilios,
sin nadie que les visite,
sin una mano amiga que los acaricie…
¡Señor, nuestro Dios!,
hay tantos ancianos
de los que no se acuerda nadie,
que no son visitados ni acompañados,
cuyos lamentos llegan hasta ti,
cuyo dolor y amargura sólo tú conoces…
¡Señor, nuestro Dios!,
hay tantos hijos tuyos
que necesitan ser acompañados,
ser escuchados y comprendidos,
oír palabras de aliento y consuelo,
sentirse amados y queridos…
¡Señor, nuestro Dios!,
envíanos a nuestros mayores
para que les llevemos con cariño
tu mensaje eterno de amor,
la firme confianza en ti,
la esperanza que no defrauda.
¡Señor, nuestro Dios,
cuida de nuestros mayores!
Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario