sábado, 8 de enero de 2022

ACOMPAÑAR EN EL SUFRIMIENTO. I Acompañando en el camino

 

I Acompañando en el camino

1. Texto bíblico

Los discípulos de Emaús: Lc 24,13-35

Aquel mismo día, dos de ellos iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos sesenta estadios; iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.

Él les dijo:

«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?».

Ellos se detuvieron con aire entristecido. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:

«¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?».

Él les dijo:

«¿Qué?».

Ellos le contestaron:

«Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron».

Entonces él les dijo:

«¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?».

Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras. Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo:

«Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída».

Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Y se dijeron el uno al otro:

«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».

Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:

«Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón».

Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

 

2. Reflexión pastoral

Acompañar en el sufrimiento

La palabra “acompañar” se deriva del latín vulgar “compania”, de “cum-“ ‘con-‘ y “panis” ‘pan’, que literalmente significa “compartir el pan” o “comer pan juntos”. Y quien comparte el pan con el prójimo, se hace partícipe también de sus propios sentimientos. De ahí, que el Diccionario de la Real Academia Española lo defina como: «estar o ir en compañía de otra u otras personas» y también «participar en los sentimientos de alguien».

El gran modelo de acompañamiento nos lo muestra Jesús en esta perícopa de los discípulos de Emaús. Conocemos bien la historia. Dos de sus discípulos abandonan Jerusalén hundidos en la tristeza porque la historia que ellos deseaban e imaginaban no sólo se había truncado, sino que había acabado de la peor manera posible: con la muerte de Jesús. Caminan en el sufrimiento del sinsentido de la vida, sin esperanza.

Lo mismo nos sucede en nuestra vida diaria. Las expectativas de salud y bienestar, que todos tenemos, fallan, bien porque sobrevienen las enfermedades y los accidentes, bien porque la edad nos pasa factura con sus naturales secuelas. Y no sólo a uno mismo, sino también a nuestros seres queridos, a los que amamos.

Esto les pasó a aquellos discípulos. Querían a Jesús y vieron cómo su vida se había truncado con aquella muerte absurda, imprevista, irracional. Se alejaban de Jerusalén, se querían alejar del sufrimiento. No eran capaces de soportar el dolor y la angustia que les llenaba el corazón. No podían permanecer en aquella ciudad que les hacía presente la gran tragedia de la vida, que es la muerte. No sabían acompañar a sus amigos –los amigos de Jesús, los discípulos de Jesús– que sufrían lo mismo que ellos. Pero tampoco dejarse acompañar por aquellos que aún esperaban algo en Jerusalén, por aquellos que tenían esperanza. Porque ellos habían perdido la esperanza. Sufrían sin esperanza.

Encontrarse con el que sufre

Pero a nuestro Dios no le es ajeno el sufrimiento, ningún sufrimiento. Él mismo fue a buscar a aquellos discípulos que estaban desesperanzados. Él mismo se hizo el encontradizo con aquellos discípulos que estaban huyendo del sufriendo. Es el mismo Jesús quien fue a encontrarse con ellos y a darles un sentido, una esperanza. Aquellos caminantes no buscaban ayuda, pero la ayuda fue a buscarlos. Y Jesús se hizo compañero en el camino. Se preocupó de lo que sufrían aquellos desesperanzados y, viendo lo que padecían en su corazón, quiso participar de su dolor y angustia: «Él les dijo: “¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?”. Ellos se detuvieron con aire entristecido».

Escucha y silencio

Con escucha atenta, abrió sus oídos y su corazón a los lamentos. En el silencio diligente dejó que aquellos corazones rotos se desahogasen contando su historia de dolor: «Y uno de ellos le respondió: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?”. Él les dijo: “¿Qué?”. Ellos le contestaron: “Lo de Jesús el Nazareno...”». En silencio escuchó no sólo aquellas palabras sino, lo más importante, el clamor de su corazón desgarrado. Con escucha atenta, abrió su oído para que Cleofás y su amigo se desahogasen en Él. Quiso conocer directamente cómo habían interpretado aquellos discípulos todo lo que les había pasado, sus sentimientos, su vivencia. Aunque Jesús bien lo sabía todo, no les interrumpió, quiso saber cómo lo habían vivido, participar en su mismo sentimiento.

Palabra

Jesús no les podía dejar en ese estado. Al terminar de hablar, después que ellos contaron todo lo que quisieron, quiso darles una palabra oportuna: «Entonces él les dijo: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?”. Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras». Jesús les recordó las palabras de la Escritura, «lo que dijeron los profetas», el mensaje eterno de salvación. No les dijo vacías palabras pretendidamente consoladoras, sino que llenó sus corazones con el verdadero consuelo, que sólo de Dios procede.

Esperanza en el sufrimiento

El sufrimiento ‒que nunca lo queremos‒ forma parte de nuestra vida, no podemos rehuirlo: «era necesario que el Mesías padeciera esto». Pero detrás del dolor, se abre la esperanza: «y entrara así en su gloria». Esperanza que sobrepasa este mundo y nos lleva a las mismas puertas de la eternidad. Las palabras de Aquél acompañante dieron sentido al sufrimiento, contemplando la historia desde otra perspectiva, no desde este mundo inmanente en el que nos toca vivir, sino desde la visión trascendente que nos permite vislumbrar el amor eterno de Dios, que quiere siempre lo mejor para nosotros, aunque no lo entendamos.

El Sacramento

Y después de la palabra, el signo: «Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron». No son suficientes las palabras para colmar el anhelo de nuestro corazón. Es necesario algo más. Las palabras vienen a nuestra ayuda, son muy necesarias, imprescindibles, pero les falta la fuerza vital para cambiar nuestros sentimientos. Jesús se sentó con los caminantes y «comió el pan con ellos», es decir: los acompañó, pues esto precisamente lo que significa esta palabra.

En esa mesa, que compartían Cleofás, su amigo y aquél Hombre desconocido para ellos, era necesario que se dieran cuenta de que había alguien más: «pronunció la bendición», y con la bendición Dios mismo se hizo explícitamente presente y desde ese momento acompañó a los caminantes. Y allí Jesús volvió a hacer el gran signo de la Última Cena: «tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando»: la Eucaristía. Ante Jesucristo sacramentado ya no era necesario que aquellos buenos hombres siguieran viendo en la carne lo que estaban viendo y comiendo sacramentalmente: «a ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista».

La fuerza eficaz del sacramento les abrió los ojos y pudieron comprender el sentido del sufrimiento de aquella historia de dolor, que sin la gracia de Dios nunca hubieran llegado a alcanzar. En este alimento, el sufrimiento se trocó en alegría, el decaimiento humano en el ardor de la fe: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».

Jesús, modelo en el acompañamiento

Jesús es el gran modelo del buen acompañante. A lo largo de su vida, estuvo constantemente acompañando a tantas gentes oprimidas por el sufrimiento y la enfermedad. Sigamos sus pasos, contemplemos su modo de actuar, sus silencios y palabras, su ternura y su amor. Dejemos que Él nos acompañe para que con Jesús «entremos así en su gloria».

 

3. Cuestiones para reflexionar

  1. Cuando nosotros mismos estamos sumidos en el sufrimiento, ¿nos sentimos acompañados por Jesús, que camina a nuestro lado en nuestra vida, para dar sentido a nuestro sufrimiento?
  2. Cuando acompañamos al que sufre, ¿sentimos cómo nosotros mismos somos acompañados por Jesús en nuestro acompañamiento pastoral, de tal modo que ya no soy yo sólo, sino Jesús conmigo?
  3. ¿Somos conscientes de que el acompañamiento pastoral debe llevar al que sufre a encontrarse acompañado no sólo por nosotros, sino, lo que es mucho más importante, por Jesús? ¿Siento cómo Jesús lo acompaña?

 

4. Para orar

¡Tú nos acompañaste!

Andando por el camino,

cansados en nuestro dolor,

hundidos en el sufrimiento,

¡y Tú viniste a nuestro encuentro!

 Te abrimos nuestro corazón,

lloramos nuestra desgracia,

clamamos sin esperanza,

¡y Tú compartiste nuestro dolor!

 Palabra de aliento nos diste,

consuelo en el corazón,

luz en nuestra historia,

¡y Tú nuestro sufrimiento aliviaste!

 Sin esperanza íbamos,

con esperanza volvimos,

alegres con tu Pan partido,

porque en nuestro camino,

¡Tú nos acompañaste!

Amén.

 


 

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