X Ante la muerte
1. Texto bíblico
La resurrección de
Lázaro: Jn 11,17-45
Cuando Jesús llegó,
Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Betania distaba poco de Jerusalén:
unos quince estadios; y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María para
darles el pésame por su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús,
salió a su encuentro, mientras María se quedó en casa. Y dijo Marta a Jesús:
«Señor, si hubieras
estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que
pidas a Dios, Dios te lo concederá».
Jesús le dijo:
«Tu hermano
resucitará».
Marta respondió:
«Sé que resucitará en
la resurrección en el último día».
Jesús le dijo:
«Yo soy la
resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que
está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?».
Ella le contestó:
«Sí, Señor: yo creo
que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».
Y dicho esto, fue a
llamar a su hermana María, diciéndole en voz baja:
«El Maestro está ahí y
te llama».
Apenas lo oyó, se
levantó y salió adonde estaba él: porque Jesús no había entrado todavía en la
aldea, sino que estaba aún donde Marta lo había encontrado. Los judíos que
estaban con ella en casa consolándola, al ver que María se levantaba y salía
deprisa, la siguieron, pensando que iba al sepulcro a llorar allí. Cuando llegó
María adonde estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole:
«Señor, si hubieras
estado aquí no habría muerto mi hermano».
Jesús, viéndola llorar
a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, se conmovió en su
espíritu, se estremeció y preguntó:
«¿Dónde lo habéis
enterrado?».
Le contestaron:
«Señor, ven a verlo».
Jesús se echó a
llorar. Los judíos comentaban:
«¡Cómo lo quería!».
Pero algunos dijeron:
«Y uno que le ha
abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que este muriera?».
Jesús, conmovido de
nuevo en su interior, llegó a la tumba. Era una cavidad cubierta con una losa.
Dijo Jesús:
«Quitad la losa».
Marta, la hermana del
muerto, le dijo:
«Señor, ya huele mal
porque lleva cuatro días».
Jesús le replicó:
«¿No te he dicho que
si crees verás la gloria de Dios?».
Entonces quitaron la
losa.
Jesús, levantando los
ojos a lo alto, dijo:
«Padre, te doy gracias
porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la
gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado».
Y dicho esto, gritó
con voz potente:
«Lázaro, sal afuera».
El muerto salió, los
pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario.
Jesús les dijo:
«Desatadlo y dejadlo
andar».
Y muchos judíos que
habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.
2. Reflexión pastoral
Al final de nuestros días
A todos nos ha de tocar el momento supremo de llegar al
final de nuestros días, de enfrentarnos al miedo y la angustia ante lo
desconocido, sostenidos únicamente por nuestra esperanza y el apoyo de los que
están con nosotros.
A lo largo de nuestra propia vida hemos vivido, numerosas
veces, la experiencia de acompañar a alguien que ve cómo se aproxima su fin y
ya no puede dejar de mirar la posibilidad de la muerte. La idea de su cercanía
se hace muy presente, pero, a menudo, se tiende a no querer asumirla. No es
habitual que el moribundo entregue su alma a Dios en la serena confianza del
que deposita su vida y su espíritu en sus manos.
La cercanía de la muerte provoca angustia y sufrimiento; a
veces rebeldía ante la injusticia en la que se vive la enfermedad, o depresión
ante lo inevitable.
La muerte es la única gran certeza que todos los hombres
poseemos. Sabemos que todos, antes o después, habremos de dejar este mundo.
Comenzamos a morir cuando nacemos, porque ya desde entonces comienzan los
procesos fisiológicos del envejecimiento, que se irán acelerando y manifestando
progresivamente conforme pasan los años, para llegar, al cabo del tiempo, a la
senectud. En ese decurso temporal, pueden aparecer enfermedades y accidentes
que interrumpan la existencia humana y precipiten el último acontecimiento.
Algunas veces, la vida humana se extiende a lo largo de numerosos años; otras,
aparece relativamente pronto. En ocasiones, la muerte se va anunciando con
mucha antelación; otras, acaece súbitamente. Pero siempre sabemos que un día
llegará. La muerte es segura, la hora desconocida.
Toda nuestra vida no es sino un caminar hacia el gran
acontecimiento final con el que se pone término a nuestra vida en este mundo.
De cada uno de nosotros depende que estemos preparados, o no, para este
momento; de que hayamos, o no, vivido nuestra vida con la mirada puesta en el
instante supremo. A lo largo de nuestra existencia tenemos numerosos eventos en
los que se nos recuerda nuestra finitud, especialmente cuando nos enfrentamos
ante la muerte, las enfermedades y los accidentes graves de nuestros seres
queridos, de nuestros familiares y amigos, de nosotros mismos.
Pero es muy raro que el ser humano esté bien dispuesto para
afrontar lo que ciertamente es seguro, más bien suele acaecer demasiado pronto
para todos, sin dar tiempo a una adecuada preparación. Por eso es tan
importante que todos nos vayamos situando a lo largo de nuestra vida para,
cuando nos llegue el momento, poder aceptar serenamente el paso final.
Si, como es lo más frecuente, no nos hemos preparado
adecuadamente, difícilmente podremos asumir con paz y sosiego nuestra salida de
este mundo, apareciendo el sufrimiento en multitud de sus formas.
Fe y esperanza
La fe tiene un valor incalculable en esta preparación, en
este caminar hacia la Casa del Padre. La fe nos lleva a la esperanza por la que
aspiramos al Reino de los Cielos y a la vida eterna como suprema felicidad
nuestra, poniendo nuestra confianza en las eternas promesas de Cristo y
apoyándonos, no en nuestras fuerzas, sino en la gracia de Dios.
La labor del acompañamiento pastoral tendrá como misión
mitigar estos sufrimientos a la vez que iluminar con la esperanza cristiana
nuestro paso a la Casa del Padre. Ante la hora de la muerte, la persona recibe
numerosas ayudas por parte del personal sanitario, de su familia y de sus
amigos. Cada uno tiene su ámbito de actuación que le es propio.
El personal médico y de enfermería, así como el de
psicología clínica, tiene la misión de atender con la mejor profesionalidad y
trato humano este difícil momento, intentando aliviar mediante los diversos
tratamientos y la estancia hospitalaria o la hospitalización a domicilio, los
dolores y padecimientos físicos, a la vez que cooperan para aliviar el
sufrimiento psíquico. En las últimas etapas, la Medicina Paliativa tiene un
decisivo campo de acción. Su labor es esencial en estas circunstancias para
facilitar el desenlace en paz y serenidad.
Acompañamiento pastoral
El acompañante pastoral –sacerdotes, religiosos, personas
idóneas o agentes pastorales– tiene la gran misión de acompañar al enfermo,
desde su ámbito íntimo espiritual, al religioso, transmitiéndole el consuelo de
la fe, la ternura del amor de Dios y la esperanza de la vida eterna. Nunca se
puede quedar en la mera dimensión espiritual de la persona, porque el anhelo de
trascendencia y de vida, que subyace en todo hombre –creyente o no creyente–,
exige el anuncio explícito de la salvación que nos trae Cristo.
Son numerosos los aspectos que tiene este acompañamiento
pastoral ante la cercanía de la muerte. Únicamente veremos aquí algunos
elementos relevantes de este acompañamiento pastoral.
Revisión de la historia personal
Ante la cercanía de lo inevitable, surge la hora de la
revisión de nuestra vida y de las últimas preguntas que se nos abren ante el
miedo a lo desconocido. La perspectiva de nuestra muerte hace ineludible el
planteamiento del más allá: ¿qué ocurre después de la muerte?
La enfermedad o el accidente grave que conduce a la muerte
sitúa a la persona frente a su propia vida, releyendo los diferentes momentos y
actitudes de la misma. Se siente la necesidad de hablar de la vida pasada y el
deseo de ser reconocido en lo mejor de uno mismo. Para afrontar la muerte, en
las mejores condiciones posibles, es necesario tener una idea suficientemente
positiva de la propia existencia. Se acepta más fácilmente llegar al término de
la vida cuando se piensa que el balance ha sido positivo, cuando se tiene el
sentimiento de que se ha vivido plena e intensamente.
El final de la vida provoca el deseo de conseguir lo que se
considera como verdadero y precioso, pero este deseo puede crear una sensación
de incapacidad para alcanzarlo y, en consecuencia, puede suscitar sentimientos
de amargura, cólera y ausencia total de sentido, en un gran sufrimiento
espiritual.
Una vez aceptada la
experiencia de la muerte, se puede conseguir una cierta paz, incluso llegar a
darle un sentido, situando a la persona ante el sentido de su propia historia
personal. Se cuestiona su finalidad para intentar encontrar un sentido al
sufrimiento en un intento de comprensión de su vida, una relación entre el
principio y el final, una utilidad. Así la persona intenta encontrar una unidad
y busca identificar y ratificar las decisiones y las orientaciones
fundamentales que han guiado su vida. Es esta ratificación lo que da sentido a
la vida y seguridad ante la muerte.
Perdón y reconciliación
En estos momentos, puede aparecer un sentimiento de
culpabilidad por los errores y equivocaciones de su historia pasada, de aquello
que han olvidado hacer, lo que no han terminado, lo que han hecho mal. El
acompañante debe ayudar al enfermo a no limitar la relectura de su vida a su
lado negativo y a descubrir que somos y valemos más de lo que hacemos. También
es labor del acompañante ayudarle a volver a dar un sentido positivo a las
cosas que ha realizado y, especialmente, a lo que él es.
Así pues, el acompañamiento tiene la tarea de llevar al
perdón y a la reconciliación consigo mismo del que sufre, con todo aquello que
le atormenta de su vida pasada y que le gustaría que nunca hubiera ocurrido. A
veces, esto puede requerir un gran apoyo y compasión por nuestra parte. Nada de
lo que le hace sufrir es vano o fútil, para él tiene una gran importancia, por
lo que habremos de actuar siempre con una exquisita prudencia y consolación,
sanando el recuerdo de sus errores pasados.
Ese perdonarse a sí mismo facilitará la aceptación de su
historia personal, con sus luces y sombras, así como la posibilidad de reconciliarse
con Dios y con los demás. Para afrontar la muerte de manera tranquila y serena
es necesario perdonar y ser perdonado. El sacramento de la reconciliación llena
el corazón del que sufre con el bálsamo del perdón divino, con la tierna
misericordia de «nuestro Dios que es rico
en perdón» (Is 55,7). En la relectura de la vida, algunas personas
expresarán el deseo de vivir una confesión general, del perdón absoluto y
misericordioso de Dios que es amor. Por ello, hemos de propiciar este encuentro
que trae «la paz y la tranquilidad a la
conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual» (CEC 1468).
La búsqueda del perdón es esencial para llegar a la
reconciliación en el seno de las familias, con los seres queridos y con uno
mismo. Esto también facilitará la despedida de los que se quedan en este mundo.
Ayudar a los enfermos confrontarse a la realidad,
reconciliarse con Dios y con los otros, y despedirse –es decir, ser ellos
mismos– es uno de los desafíos continuos de los acompañantes.
Agradecimiento
El reconocimiento personal hace que el enfermo se sienta
alguien. En la medida de lo posible, hay que conducirlo hacia recuerdos
agradables y gratificantes que iluminen su existencia y que muestren todo el
valor que tiene su vida y el gran bien que ha hecho para sí mismo y para los
que le rodean, para sus seres queridos, para la sociedad.
Pero, a ser posible, hemos de ir más allá. Es misión nuestra
llevar al que sufre a reconocer todo lo bueno que ha habido en su vida,
situándolo en el agradecimiento a Dios por todo lo que le ha regalado a lo
largo de sus muchos o pocos años, por todos los dones y gracias con que el
Señor lo ha llenado, por todo el bien que ha hecho y por todo amor con que Él
ha llenado su corazón.
Apertura a la trascendencia
En muchas personas, es un momento oportuno para la apertura
a la trascendencia. Este acontecimiento vital se suele experimentar con dolor y
sufrimiento en la mayor parte de las personas. Pero, con los ojos de la fe, la
muerte no se puede reducir a una simple vida biológica que se agota, una
biografía que se concluye, sino, al contrario, se trata en realidad de un nuevo
nacimiento, de una existencia renovada ofrecida por Cristo, el Resucitado, a
todo aquél que no se ha opuesto voluntariamente al amor de Dios.
Desde la fe vemos cómo la muerte nos obliga a concluir una
etapa de nuestra vida, pero también es una puerta que se abre para llevarnos a
otro mundo, más allá del tiempo, a la vida plena y definitiva que Dios nos
quiere regalar.
Pero nuestra cultura actual se encuentra muy lejos de asumir
con lucidez la realidad de la muerte, se nos plantea a todos, y en especial
para la Iglesia, el urgente desafío de llevar la esperanza, en la serena
confianza de la vida eterna a la que el Señor nos llama.
Jesús mismo insiste en la dimensión trascendente de la vida
humana puesto que «Dios no es un Dios de
muertos sino de vivos» (Mt 22,33). El Señor de la vida está presente al
lado del enfermo como quien vive y da la vida, pues él mismo dijo: «Yo he venido para que tengan vida y la
tengan en abundancia» (Jn 10,10), «Yo
soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn
11,25) y «Yo lo resucitaré el último día»
(Jn 6,54).
Acompañamiento sacramental
El acompañamiento pastoral también debe llevar a fortalecer
esta fe mediante el alimento de la Eucaristía, «fuente y culmen de toda la vida cristiana» (SC 47) y, llegado el
momento final, en forma de Viático: «en
el tránsito de esta vida, el fiel, robustecido con el Viático del Cuerpo y
Sangre de Cristo, se ve protegido por la garantía de la resurrección, según las
palabras del Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y
yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54)» (Ritual de la Unción y de la
Pastoral de Enfermos, 26).
Recordar también el valor de la Santa Unción, don del
Espíritu Santo que produce «una gracia de
consuelo, de paz y de ánimo para vencer las dificultades propias del estado de
enfermedad grave o de la fragilidad de la vejez (…) renueva la confianza y la
fe en Dios y fortalece contra las tentaciones del maligno, especialmente
tentación de desaliento y de angustia ante la muerte» (CEC 1520).
Desde la perspectiva de la fe, la muerte no es sólo el final
de la vida material sino el comienzo de una nueva vida, sin fin. Como muy bien
dice la Liturgia de la Iglesia: «Cristo,
Señor nuestro. En él brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así,
aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura
inmortalidad. Porque la vida de tus fieles, Señor, no termina, se transforma,
y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el
cielo» (Misal Romano, Prefacio I de Difuntos).
Sin embargo, esta esperanza no evita que la muerte sea una
ruptura dolorosa, que necesita y merece ser acompañada.
3. Cuestiones para
reflexionar
- La
reconciliación del enfermo consigo mismo, con Dios y con el prójimo es un
elemento importante para prepararnos ante el supremo momento, ¿cómo
colaboramos para que el perdón y la reconciliación llenen de consuelo y de
paz el corazón de nuestro hermano que sufre ante la perspectiva de su
muerte?
- Ante
la proximidad de la muerte ¿abrimos el corazón de nuestro hermano a que
descanse confiado en la esperanza del infinito amor de Dios y de la vida
eterna a la que nos llama, o nos limitamos al puro acompañamiento humano?
- En
nuestro acompañamiento pastoral, además de nuestra compañía afectuosa,
escucha empática y palabra oportuna, ¿ayudamos a que la persona que se
aproxima a su fin terrenal sea confortada y auxiliada con la gracia divina
que nos traen los sacramentos? ¿Cómo lo hacemos?
4. Para orar
Alma de Cristo
Alma de Cristo santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
Oh, buen Jesús, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de Ti.
Del maligno enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a Ti.
Para que con tus santos te alabe.
Por los siglos de los siglos.
Amén
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