III Con amor y por el Amor
1. Texto bíblico
Dios es amor: 1Jn
3,14.16-18;4,7-11.16-21
Nosotros sabemos que
hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. En esto hemos
conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos
dar nuestra vida por los hermanos. Pero si uno tiene bienes del mundo y, viendo
a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el
amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con
obras.
Queridos hermanos,
amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido
de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es
Amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al
mundo a su Unigénito, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el
amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos
envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados.
Queridos hermanos, si
Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. Y
nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios
es Amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. Nosotros
amemos a Dios, porque él nos amó primero. Si alguno dice: «Amo a Dios», y
aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien
ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este
mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano.
2. Reflexión pastoral
Enfermedad y sufrimiento
El sufrimiento forma parte de la propia condición humana y
nos acompaña durante toda nuestra vida. Son muchas las causas que lo producen,
pero es especialmente relevante el que rodea a la enfermedad y la muerte, la
nuestra y la de nuestros seres queridos. Como nos recuerda el Catecismo de la
Iglesia Católica: «La enfermedad y el
sufrimiento se han contado siempre entre los problemas más graves que aquejan
la vida humana. En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus
límites y su finitud. Toda enfermedad puede hacernos entrever la muerte. La
enfermedad puede conducir a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a veces
incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios» (CEC 1500-1501).
El acompañamiento a la persona que sufre requiere de una motivación
profunda que nos haga salir de nosotros mismos para ir en busca del que está
sumido en el sufrimiento. Las altas motivaciones e imperativos humanos de
altruismo, solidaridad y generosidad son muy nobles y dignos de encomio
‒reflejo de la bondad divina en el corazón de todo hombre de buena voluntad‒,
pero, por sí mismos, no pueden llegar al fondo del problema del sufrimiento,
pues son incapaces de dar sentido al misterio de la enfermedad, de la
injusticia y de la muerte.
Jesús se va a enfrentar al problema de la enfermedad
reiteradamente. En su recorrer los caminos de Israel, se encontrará en
numerosas ocasiones con toda clase de enfermos, de personas que sufren, que
están a las puertas de la muerte. De gente que no entiende el porqué de su
dolencia, que son infelices, necesitados y dependientes de los demás.
Jesús no permanece impasible ante la enfermedad, el
sufrimiento y la muerte. Dará un sentido al sinsentido de la vida. Jesús
mostrará que la enfermedad, y el enfermo en ella, está en las manos de Dios, de
un Dios que cuida a los hombres y que trae un mensaje de salvación en la
enfermedad.
Dios es Amor
Jesús nos ha revelado, con sus palabras y obras, porqué Dios
es infinitamente «misericordioso y
compasivo» (Sal 103,8), qué es lo que le mueve a salir de sí mismo para
venir al encuentro del hombre. Y ese movimiento no es sino la esencia de su
propio ser: «Dios es Amor» (1Jn
4,8.16). El ser mismo de Dios es Amor. Y el Padre nos ha revelado su secreto
más íntimo al enviarnos a nosotros, en la plenitud de los tiempos, a su Hijo
Único, «el Amado»; y al Espíritu de
Amor, el Espíritu Santo. Dios mismo es una eterna comunicación de amor en la
Unidad de la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y en su mismo ser, nos ha
destinado a participar en él. Y así su amor llega a todos los hombres: «porque tanto amó Dios al mundo, que entregó
a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida
eterna» (Jn 3,16).
Dado que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de
Dios, aún más: somos hijos de Dios por adopción, el ser del hombre también es
ser amor, aunque imperfecto. Por eso, estamos llamados a perfeccionarnos cada
día en el servicio de amor a Dios y al prójimo. Y, en ese anhelo de perfección,
acompañamos a tantos hermanos que sufren siguiendo los pasos de Jesús, «porque nos apremia el amor de Cristo»
(2 Cor 5,14).
Acompañando en el amor
Así pues, el acompañamiento, según el modelo que nos enseña
el mismo Cristo, tiene como principio y fundamento el amor. Ese amor que
nosotros recibimos de Dios y que a Él le devolvemos en el amor a Dios y a Dios
en el prójimo. Recordemos lo que Jesús nos enseñó en la Última Cena: «antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo
Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado
a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).
Jesús nos muestra, así, que el amor es servicio humilde: «si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado
los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado
ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.
Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros
si lo ponéis en práctica. Os doy un
mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos
también unos a otros» (Jn 13,14-17.34).
Acompañar a quien pasa por el valle del sufrimiento: cuando
se prolonga mucho en el tiempo, cuando no hay perspectivas humanas de mejora
sino de empeoramiento, cuando nuestros enfermos se van agravando y sin
perspectivas de curación, cuando vemos a nuestros seres queridos que cada vez
son más dependientes y se agrava su demencia, cuando se está ante el misterio
de la muerte… llega a ser una labor heroica que sólo en la fuerza del amor
divino puede ser realizada.
Amor al prójimo
«Este es mi mandamiento:
que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que
el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo
os mando. Esto os mando: que os améis
unos a otros» (Jn 15,12-14.17).
Todos conocemos a personas que están dando su vida cuidando
a sus familiares dependientes durante muchos años; acompañando a enfermos
graves, incurables o mentales; visitando asiduamente y con gran paciencia,
esfuerzo y dedicación a tantos enfermos, ancianos y dependientes que viven en
sus casas, en los hospitales, en las residencias de personas mayores o de
discapacitados. Son un encomiable y digno ejemplo para cuantos los contemplan.
Este generoso y santo servicio únicamente se puede realizar
por la gracia misericordiosa de Dios que ilumina, sostiene, consuela y conforta
a tantos cuidadores y acompañantes que participan y comparten el sufrimiento de
aquellos a quienes cuidan con gran afecto y ternura. Algunas veces, los
cuidadores se sienten ciertamente asistidos por el fuego del amor divino;
otras, no son conscientes de la acción del Espíritu Santo Consolador en ellos;
pero el amor de Dios es siempre eficaz.
También, cada uno de nosotros, en la medida de nuestras
posibilidades, estamos llamados a dar nuestra vida por amor a Cristo. Son
múltiples las oportunidades que se nos ofrecen para acompañar a cuantos sufren
–que son una multitud inmensa. Pero es necesario que abramos los ojos y que
veamos como Cristo nos ve, para poder vislumbrar el sufrimiento de tantos
hermanos nuestros que muchas veces permanece oculto, ante una mirada cerrada al
amor.
Pidamos al Señor que nos haga dóciles a sus indicaciones y
que nos revista con su gracia para que seamos fuertes en nuestra humana
debilidad y podamos acompañar ‒con ese mismo amor con que Dios nos ama‒ a
nuestros hermanos que sufren. Dios mismo nos envía en su nombre, para que
seamos portadores de ese Amor, que es Dios mismo.
3. Cuestiones para
reflexionar
- ¿Somos
conscientes de que la perfección del acompañamiento a nuestro hermano que
sufre, sólo se puede realizar en la fuerza del amor de Dios o creemos que
son suficientes nuestras buenas fuerzas y cualidades humanas?
- Cuando
acompañamos al enfermo, al anciano, al dependiente, ¿nos sentimos movidos
en nuestro interior por la gracia del Espíritu Santo que nos sostiene
cuando nosotros mismos sufrimos al compartir los sufrimientos del prójimo?
- ¿Le
pedimos a nuestro Dios que llene nuestro corazón con el ardor del fuego de
su amor, para que en Él podamos dar nuestra vida por los que sufren?
4. Para orar
¡El Amor más grande!
Nos dijiste, Señor,
que nadie tiene amor más grande
que el que da la vida por sus amigos,
y Tú diste tu vida por nosotros,
¡quisiste sufrir y morir por amor!
Yo quiero ser tu amigo,
quiero hacer lo que Tú me mandas,
quiero dar mi vida por tus amigos,
por mis hermanos, por los que sufren,
¡quiero aliviar sus sufrimientos por amor!
Ayúdame, Señor,
a amarte en cada enfermo que sufre,
en cada anciano que se ha vuelto niño,
en cada hombre que vive en soledad,
¡quiero participar en tu sufrimiento por amor!
Amén.
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