VII En la soledad
1. Texto bíblico
Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?: Sal 22, 2-6.10-12.20.23-26
Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has
abandonado?
A pesar de mis gritos,
mi oración no te
alcanza.
Dios mío, de día te
grito, y no respondes;
de noche, y no me
haces caso.
Porque tú eres el
Santo
y habitas entre las
alabanzas de Israel.
En ti confiaban
nuestros padres;
confiaban, y los
ponías a salvo;
a ti gritaban, y
quedaban libres;
en ti confiaban, y no los
defraudaste.
Tú eres quien me sacó
del vientre,
me tenías confiado en
los pechos de mi madre;
desde el seno pasé a
tus manos,
desde el vientre
materno tú eres mi Dios.
No te quedes lejos,
que el peligro está
cerca
y nadie me socorre.
Pero tú, Señor, no te
quedes lejos;
fuerza mía, ven
corriendo a ayudarme.
Contaré tu fama a mis
hermanos,
en medio de la
asamblea te alabaré.
“Los que teméis al
Señor, alabadlo;
linaje de Jacob,
glorificadlo;
temedlo, linaje de
Israel;
porque no ha sentido
desprecio ni repugnancia
hacia el pobre
desgraciado;
no le ha escondido su
rostro:
cuando pidió auxilio,
lo escuchó”.
Él es mi alabanza en
la gran asamblea.
2. Reflexión pastoral
Soledad
Solemos relacionar la soledad con la idea de estar solo, con
la falta de compañía, con el hecho de no tener a nadie al lado. Entendida así,
la soledad puede ser positiva o negativa. En sentido positivo, todas las
personas pasamos cierto tiempo a solas todos los días, e incluso la buscamos
para pensar o descansar, para orar, para estar con Dios, de tal forma que la
soledad es una experiencia que nos resulta atrayente y deseable en muchos
casos. Jesús mismo se retiraba Él solo frecuentemente a orar a Dios: «en aquellos días, Jesús salió al monte a
orar y pasó la noche orando a Dios» (Lc 6,12).
Pero también hay circunstancias y momentos en los que la
falta de compañía nos causa tristeza y malestar. Lo importante no es que
estemos o no en compañía de alguien, sino que nos sintamos solos. A nadie nos
gusta sentirnos solos. El sentimiento de soledad se produce cuando la persona
no se siente acompañada vitalmente. Es siempre una experiencia desagradable,
incómoda y dolorosa que puede darse incluso estando en compañía.
Sentimiento de soledad
Efectivamente, estar junto a otras personas no impide el
sentimiento de soledad, ya que ésta depende, especialmente, de cómo sea la
relación que tengamos con los demás. Por ello, no nos sirve de mucho tener
compañía si sentimos que se nos rechaza, no se nos escucha o no se nos valora.
De hecho, un anciano se puede sentir más solo en una residencia rodeado de
multitud de gente, que cuando vivía sin compañía en su casa. Además, el
sufrimiento que produce la soledad es mucho más fuerte cuando creemos que
durará mucho en el tiempo o que será para siempre.
Este sufrimiento es algo muy personal y, ante circunstancias
externas aparentemente similares, las personas pueden reaccionar de manera muy
diferente, pues las hay que se sienten bien, mientras que otras padecen una
dolorosa soledad. Bien sabemos que se puede sentir soledad a cualquier edad,
pero es mucho más frecuente en las personas mayores, pues se es más proclive a
sufrirla conforme se avanza en edad.
La Escritura nos previene contra la soledad y del valor de
la compañía: «Más vale ser dos que uno,
pues sacan más provecho de su esfuerzo. Si uno cae, el otro lo levanta; pero
¡pobre del que cae estando solo, sin que otro pueda levantarlo! Lo mismo si dos
duermen juntos: se calientan; pero si uno está solo, ¿cómo podrá calentarse? Si
a uno solo pueden vencerle, dos juntos resistirán. “Una cuerda de tres cabos no
es fácil de romper”» (Ecl 4,9-12).
Hay numerosas circunstancias que favorecen la aparición de
la soledad humana con el tiempo. Una de las más importantes es el fallecimiento
de los seres queridos con los que se convivía (cónyuge, padres, hermanos,
hijos), que produce la pérdida del apoyo afectivo y emocional, que antes se
tenía, y que ahora obliga a vivir sin compañía. También se favorece la soledad
cuando se vive lejos de la familia o no se tiene buena relación con ella. La
familia íntima es el gran apoyo que todos deberíamos tener para sentirnos
queridos y protegidos. No hay nada tan importante como vivir con nuestra propia
familia que nos cuida y protege.
El sufrimiento de la soledad es agravado cuando no se
reconoce, o no se pide o admite la ayuda de otras personas. Con frecuencia, la
persona que se siente sola no lo manifiesta, por diferentes motivos, lo cual
hace que no se reciba la ayuda de la que podría disponer. Creer que la soledad
es algo que viene dado por la edad, puede justificar una actitud pasiva y la
falta de esfuerzo para solucionarlo, lo que cronifica la soledad.
La pandemia que estamos padeciendo, ha originado y agravado
la soledad en numerosas personas. Sus consecuencias se alargarán en el tiempo.
Ya el libro del Génesis afirma en su comienzo: «El Señor Dios se dijo: “No está bien que el
hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada”» (Gn 2,18). La soledad
no es buena para nadie. Es una situación que a todos nos hace sufrir pues va
contra nuestra propia naturaleza: el hombre es un ser social. El hombre ha sido
creado a imagen y semejanza de Dios y, por ello, necesita vivir unido a los
otros, más aún, sentirse acompañado y amado, de sus seres queridos, de Dios.
Acompañando la soledad
El acompañamiento en el sufrimiento de la soledad no querida
tiene dos grandes vertientes: junto al humano y social, nosotros estamos
llamados a proporcionar el acompañamiento pastoral. Son muchas las
organizaciones sociales, públicas y privadas, que ofrecen diversas formas de
acompañamiento a las personas mayores o en situación de soledad, mediante el
voluntariado o los diversos recursos asistenciales. La labor de Caritas puede
ser muy grande en este sentido.
Proporcionar personas y servicios que acompañen, asistan y
cuiden a las personas, puede aliviar la soledad, pero no son suficientes para
eliminar su sufrimiento. Su labor es muy importante y necesaria, han de ser
promocionadas y valoradas, pero no suelen alcanzar el núcleo del problema.
El sufrimiento de la soledad radica en la falta de sentirse
amado, querido, comprendido. Dios nos ha creado por amor y para amar. El hombre
sólo puede ser feliz si se siente amado, por los que están con él, pero también
por Dios. Todos necesitamos la compañía de alguien que nos quiera, y, más aún,
los que están sufriendo la soledad de la vejez o de la incomprensión de los que
les rodean.
Soledad humana, compañía de Dios
En la dura soledad –y el olvido a veces de los suyos–
sienten la necesidad de la compañía amiga y querida, incluso –lo cual es mayor
amargura– aunque tengan presente la verdad de que Dios está a su lado, les
quiere y los acompaña, no los deja abandonados en la soledad, pero no sienten
su consuelo y compañía.
Cristo mismo quiso sumergirse en el sufrimiento de la
soledad –por puro amor a todos nosotros– para así poder com-padecer a todos sus
hermanos que pasan por la soledad y el abandono. Cristo, clavado y suspendido
del leño, agonizando y abandonado de los hombres –incluso de sus amigos, de los
apóstoles– se sumergió en la más profunda y angustiosa soledad, pero nunca se
oscureció el amor del Padre que está en Él: «A
la hora nona, Jesús gritó con voz potente: Elí, Elí, lemá sabaqtaní (es decir:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”)» (Mt 27,46).
En el supremo momento, Jesús citó expresamente el Salmo 22,
en el que, tras el absoluto grito de sufrimiento, viene un canto de
incondicional confianza en Dios: «Tú eres
quien me sacó del vientre, me tenías confiado en los pechos de mi madre; desde
el seno pasé a tus manos, desde el vientre materno tú eres mi Dios. No te
quedes lejos, que el peligro está cerca y nadie me socorre. Pero tú, Señor, no
te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. Contaré tu fama a mis
hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Los que teméis al Señor,
alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de Israel; porque no
ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado; no le ha
escondido su rostro: cuando pidió auxilio, lo escuchó. Él es mi alabanza en la
gran asamblea» (Sal 22,10-12.20.23-26).
El Hijo de Dios quiso participar de nuestra soledad humana,
entregarse al dolor y al abandono de los suyos para, en ese amor que no tiene
medida, liberarnos de lo que nos amenaza: el dolor, la enfermedad, la soledad,
el sufrimiento, la muerte. Mirando a Cristo, vemos también en Él el amor de
Dios, el amor del Padre que nos acompaña y que nunca nos deja solos ni nos
abandona.
Compañía consoladora de Dios
También nosotros, en la soledad y abandono de los hombres,
estamos llamados a sentir la presencia vital, consoladora y vivificante de
Dios. Podemos estar solos, pero nunca nos abandona Dios, nunca estaremos solos
de Dios. De ahí que sea tan importante, en nuestra labor de acompañamiento
pastoral, reforzar en el que sufre la vivencia de la reconfortante y
consoladora compañía de Dios.
Tenemos muchos hermanos nuestros que experimentan, a la vez,
esa soledad humana y esa compañía divina. El Cardenal Antonio Cañizares cuenta
una historia muy aleccionadora:
«Me quedó esto muy
claro en la siguiente anécdota: Era Arzobispo de Granada y visitaba en visita
pastoral el pueblo más alto de España, en las Alpujarras granadinas de su
Sierra Nevada Trevélez, como tengo por costumbre en mis visitas pastorales de
visitar a los enfermos y a los que sufren una mayor soledad, fui a visitar a
una ancianica en la parte más alta de Trevélez. Era viuda, de más de ochenta
años, no tenía hijos, ni sobrinos ni nadie con ella; vivía en una vivienda con
un sola habitación donde cabía la mesa, la cama, tres sillas, un hornillo de
gas, el baño de dos por dos estaba fuera en la calle, con una luz tenue de 25
vatios, sobre la mesa un rosario y unas estampas de la Virgen de las Angustias
y un Cristo; cuando entré le dije: “¡qué solica que está usted!”, y dándome una
gran lección, me repuso, con la sonrisa en los labios y ojos de alegría:
“Solica sí, pero no de Dios”, señalándome las dos estampas y el rosario. ¡Qué
bien había comprendido esta ancianica la verdad de que Dios no nos deja solos,
que está con nosotros y nos acompaña en la soledad; aquella bonísima mujer que
tenía a Dios con ella y vivía de Dios y le invocaba con la oración no se sentía
sola, sino acompañada por Dios y le hablaba y le rezaba. Esta es la verdad de
Dios y del hombre: lo ama y no lo deja solo, en la soledad sentimos su compañía
y su consuelo al invocarle» (Antonio Cañizares, Carta a los Enfermos 2020).
Al acompañar a nuestros hermanos que están solos, ancianos y
enfermos, estamos llamados a hacerles presente no sólo nuestra compañía tierna
y cordial –invirtiendo mucho tiempo y esfuerzo para aliviarlos y que se sientan
comprendidos y queridos–, sino también a que vean a través de nosotros, de
nuestra compañía y afecto, que Dios los quiere, que no están solos –ni de
nosotros ni de Dios– y así se sientan reconfortados con la alegría de Dios, que
no quiere el sufrimiento ni la soledad.
3. Cuestiones para
reflexionar
- Muchas
personas cercanas a nosotros están sufriendo la soledad ¿cómo nos podemos
acercar a ellas para acompañarlas? ¿Qué dificultades tenemos para realizar
este acompañamiento?
- ¿Somos
conscientes de que el acompañamiento pastoral es igualmente necesario para
la persona que sufre la soledad, que el acompañamiento humano y social?
- ¿Qué
podemos hacer para que nuestros hermanos que sufren la soledad se puedan
encontrar con Cristo que siempre les está acompañando y que nunca les
abandona?
4. Para orar
En la soledad de
Cristo
que clavado en la Cruz
sufriste el abandono
de tus amigos, de tus discípulos,
de los que tanto tiempo
acompañaste tú por los caminos.
¡Oh, Cristo!,
que en tu soledad
incluso te sentiste abandonado
por lo que más quieres,
por quien lo es todo para ti,
por tu Padre, por tu Dios.
¡Oh, Cristo!,
que en tu sufrimiento
te sentiste acompañado
por quienes más amabas
en este mundo lleno de dolor:
por tu madre, por tu discípulo amado.
que clavado en la Cruz
siempre confiaste en tu Padre,
ayúdanos a llevar tu confianza
a nuestros hermanos que sufren
en la soledad de sus cruces.
que bien conoces nuestras cruces:
déjanos que te acompañemos,
con María y tus seres queridos,
a quien, como tú,
se siente solo y abandonado.
Amén.
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