Todos nosotros vivimos enormes alegrías a lo largo de nuestra existencia, y es en esos momentos en que debiéramos mirar al Cielo y proclamar con los brazos bien abiertos “Gracias mi Señor”. Lamentablemente, las más de las veces estamos tan ocupados “disfrutando el momento” que ni nos acordamos de quien es el Autor de nuestra existencia.
Pero, todos nosotros también pasamos por instantes de dolor, angustia, sufrimiento. Épocas en que nos sentimos inseguros sobre nuestro futuro o del de los que mas amamos, por razones de enfermedad, trabajo o persecuciones. También a veces sufrimos la traición de gente cercana, o el desencuentro, o la incomprensión. ¿Qué hacemos en esos momentos?
Hacemos muchas cosas, como quejarnos, desesperarnos, añorar los momentos en que no teníamos ese problema, caer en un estado de depresión constante. De a poco nos vamos alejando del Amor de Dios, y hasta pensamos que El por algún motivo se ha enojado con nosotros. ¿O quizás esté ocupado haciendo otras cosas? La confusión avanza, erosiona nuestra alma como una tormenta de arena que carcome y arranca de a pedacitos nuestra seguridad de ser amados por Dios.
Estos momentos de sufrimiento nos turban de tal modo que nos hacen olvidar que Jesús murió por nosotros, rebajándose a las vejaciones más inimaginables, permitiéndolo todo porque de ese modo nos daba la Salvación. Yo sé que es difícil hacerlo, pero es en esos instantes en que debemos elevar la mirada y ver los Ojos tristes de nuestro Maestro, colgado del Madero Santo, que nos dice:
“Tú, ven a Mi porque te veo agobiado y afligido”
¿Cómo es que Tú, colgado de la Cruz, aún te preocupas de mí y de mis sufrimientos? ¡Este gesto Tuyo me da una medida plena de Tu Amor por mi alma pobre y despojada de todo mérito! Así, en Tu Mirada, Señor, veo reflejado mi anhelo de estar en Tus Brazos. De bajarte de ese Madero, y subirme yo allí, para que puedas descansar aunque más no sea un poco. Hace falta mucho valor para hacerlo, lo sé, pero no soy yo el que va a realizar esa proeza de amor, sino que eres Tú el que me iluminará y sacará de este pozo oscuro en el que me encuentro hundido en este momento.
Es en estos diálogos de amor donde comprendemos que el sufrimiento nos lleva a la salvación, porque es allí donde nos configuramos a Cristo, a ese Hombre que se elevó sobre el mundo, clavado y traspasado por una lanza.
Sabemos bien lo difícil que es pasar por esta vida y entrar directamente al Reino, porque sólo por la Misericordia de Dios algunas santas personas pueden hacerlo. Para los demás, nos queda la esperanza de al menos ir al lugar de la purificación, para limpiar las manchas que quedarán en nuestra alma durante esta vida, de tal modo de poder llegar a contemplar el Rostro de Dios un día.
El Purgatorio no es un lugar grato, pese a que quienes allí van ya están salvados, lo que no puede compararse a ningún bien terrenal. Pero, también sabemos que el sufrimiento en vida, cuando es entregado en ofrenda a Dios, nos purifica y reduce las penas del Purgatorio. Por eso es que el dolor aquí es mucho menos intenso que el que sufriríamos allá, una vez pasada la puerta que separa esta vida de la eternidad.
Mi pedido hoy es que des valor al dolor, que comprendas que los sufrimientos de cualquier naturaleza se transforman en purificación de tu alma, si es que así lo comprendes y lo ofreces en oblación a nuestro Señor. Si simplemente nos quejamos y lamentamos del dolor, habrá sido dolor en vano, nada más que dolor del mundo. Jesús nos dijo “vengan a Mi los que están agobiados y afligidos”. Su Palabra nos enseña que el dolor y las preocupaciones son una forma de llegar al Sagrado Corazón que el Padre nos ha preparado.
Por eso cuando sufras, alza tus ojos al cielo y di: “Venga a nosotros Tu Reino”
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